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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Otros magistrados, menos inclinados a la crítica, se disponían a dormir disimuladamente, valiéndose de recursos que les suministraba la experiencia de estrados. Glocester se fue al grano en seguida. La antífrasis, el eufemismo, la alusión, el sarcasmo, todos los proyectiles de su retórica, que él creía solapada y hábil, los arrojó sobre el impío Arouet, como él llamaba a Voltaire siempre.
Y milagro será que no vengan también con lo de «ser natural de la diócesis». ¡Idiotas! ¡Qué poco sentido práctico tienen esos falsos católicos!... Glocester debe de ser el corresponsal de ese papelucho; esas agudezas romas son de él. ¡Puf! ¡qué enemigos, Señor, qué enemigos! ¡bestias, nada más que bestias!
Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de Glocester: «Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el Magistral». Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y desde entonces la fama del Obispo como orador se perdió irremisiblemente. Cuando en Vetusta se decía algo por rutina, era imposible que idea contraria prevaleciese.
Fermo, tú eres un papanatas; el mundo está perdido: por eso todos piensan mal y por eso hay que andar con cien ojos.... Hay que aparentar más virtud que se tiene, aunque se sea un ángel. ¿No sabes que de nosotros dicen mil perrerías? Glocester, don Custodio, Foja, don Santos y el mismísimo don Álvaro Mesía, con toda su diplomacia, pasan la vida desacreditándote. ¡Basta, madre, basta por Dios!
El Obispo nunca hablaba mal de nadie; para él como si no hubiera un grosero materialismo ni una hidra revolucionaria, ni un satánico non serviam librepensador». En concepto de Glocester, Camoirán había comenzado a desacreditarse en los sermones de la Audiencia.
Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal.
Glocester, o sea don Restituto Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la tertulia del marqués de Vegallana: Señores, esta es la virtud antigua; no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las señoritas de Ozores están llevando a cabo una obra de caridad que, si quisiéramos analizarla detenidamente, nos daría por resultado una larga serie de buenas acciones.
Don Custodio le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había notado sus paseos ¿qué hay?, ¿ha venido esa dama? ¡Una hora! ¡una hora! Confesión general. Ya usted ve.... Y más tarde: ¿Qué hay? ¡Hora y media! Le estará contando los pecados de sus abuelos desde Adán. Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».
Además, como en materia de confesión los buenos clérigos son muy reservados, Ripamilán, que sabía tratar en serio los asuntos serios, nunca había hablado al Magistral de lo que podía ser la Regenta, juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De Pas saber algo. Pero Glocester no se marchaba.
Se trataba, pues, de un atropello, de una injusticia que clamaba al cielo, y no podía clamar al Obispo, porque este era esclavo de don Fermín». Esta opinión de Glocester la aprobaba don Custodio; no tenía el beneficiado la pretensión excesiva de coger para sí tan buen bocado, pero quería que a lo menos no se lo comiera su enemigo.
Palabra del Dia
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