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Actualizado: 20 de mayo de 2025
La generala centelleaba de joyas, iba envuelta en sedas y bordados, como la imagen de la Virgen patrona de la ciudad; llevaba peinetas altas como torres sobre su apretada cabellera; tocaba la guitarra y prescindía de sentarse en los sillones y en todo mueble que tuviese brazos, por miedo á no poder introducir entre ellos sus exuberancias dorsales.
Agradéceselo a Dios, que te ha hecho así... Aunque alguna parte también debió tomar el diablo cuando te ha formado, porque has hecho muchos desgraciados. Y siguió un buen rato manejando el incensario: la generala sonreía siempre y se iba interesando cada vez más por la máscara.
Martínez había perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello procuraba ocultar la falta del pabellón auditivo, siempre que, abusando de la adormecida fiereza de la generala, se atrevía á visitar á ciertas señoras admiradoras de su heroísmo.
En efecto, la generala exploraba a todas horas el semblante de Miguel como el marino el del tiempo. Unas veces estaba pálido, otras fatigado, otras melancólico, otras excesivamente risueño; nunca dejaba de tener alguna cosa que le llamase la atención. Esta eterna y escrupulosa inspección le había halagado al principio, después le aburrió un poco, y últimamente había llegado a irritarle.
Miguel reconocía que era verdad; confesaba que hasta entonces no había amado; era huérfano de padres y de amor, y ofrecía algunas de sus extravagancias morbosas a la generala, como rasgos de una naturaleza superior. Lisonjeado en su amor propio, embriagado por las miradas de la hermosa, en aquel momento creía cuanto afirmaba, juzgándose un ser extraño y digno de admiración.
Algunas veces he discutido con «la Generala» acerca de ti, para hacerla comprender que eres un hombre de corazón. ¡Ah! ¿Doña Clorinda es enemiga mía? ¡Si no la he visto nunca!... Es una mujer rara. Para ella, todo el que se divierte y no hace cosas grandes es un hombre antipático. Precisamente nos peleamos ayer para siempre. No hablemos de ella. Tengo algo más que pedirte...
La generala siguió tomando la cuenta con calma, el semblante pálido, la voz un poquito alterada. Miguel se vio necesitado a salir aquella noche sin sombrero. Esperó un rato en el portal vecino y se metió en el primer coche de alquiler que acertó a cruzar. Al fin la generala cedió a los deseos, vehementemente expresados por su amante, y se confió a la doncella.
Poco después, la luna bañaba deliciosamente los jardines; y yo, muy fresco, de corbata blanca, entraba del brazo de Camilloff en el «boudoir» de la generala. Era alta y rubia, tenía los ojos verdes de las sirenas de Homero; en el descote bajo de su vestido de seda llevaba prendida una rosa blanca; y en los dedos, que yo besé respetuosamente, erraba un perfume fino de sándalo y de té.
Los periódicos de la capital anunciaron la llegada de la generala Martínez, «digna compañera del héroe de Cerro Pardo»; y pocos días después ocurrió el hecho inaudito, inexplicable, que produjo más emoción y extrañeza trañeza en el país que la mayor parte de las revoluciones anteriores.
Siempre se inclinaban del lado donde acostumbraba á sentarse la generala ó la ministra, con la abrumadora majestad de su centenar de kilos carnales. Los revolucionarios marchaban como lo permitían las exigencias topográficas: unas veces en fila, extendiéndose leguas y leguas; otras en masa horizontal á través de las llanuras, llevando en torno un segundo ejército de mujeres y chiquillos.
Palabra del Dia
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