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Actualizado: 20 de mayo de 2025
Miguel cogió el ramo y lo besó maquinalmente, como tenía por costumbre siempre que la generala le daba algún objeto en recuerdo: luego se despidió. Al salir del challet llevaba el corazón menos oprimido que Romeo al separarse de Julieta en aquella célebre noche que el lector conocerá seguramente; pero su paso era cuando menos tan ligero.
El niño, que había suspendido el llanto para escuchar a su madre, cuando ésta terminó el repertorio de promesas, volvió a gritar: ¡Quero Ía! No fue posible por ningún medio hacerle desistir de su empeño. La generala estaba furiosa. ¿Pero qué edad tiene el niño? preguntó en voz baja Miguel, que se había aproximado silenciosamente a la alcoba. Tres años.
Con la osadía del cortesano corrido, llegó a apoderarse de una de sus manos y a retenerla entre las suyas. Sorprendiose al observar que la niña no la retiraba. Era una mano de virgen, maciza y fría, un si es no es grande, pero perfectamente torneada: le hizo recordar las de la generala, largas y descarnadas y siempre ardorosas.
¡No quiero tu vida, chiquillo! dijo la generala sonriendo y haciéndole mimos con la mano en el rostro. Quiero tu amor; pero un amor verdadero, grande, infinito... ¡Tú no sabes las locuras que yo sueño, los castillos que levanto en el aire!
Mucho vaciló Miguel antes de resolverse a entrar, con la camelia blanca, en la sala del Teatro Real. ¿Qué diría la generala Bembo al ver a un muchacho a quien tuvo, más de una vez, sentado en su regazo, ofrecerse como amante? ¿Se indignaría? ¿Soltaría la carcajada? ¿Lograría despertar con su admiración y fidelidad alguna ternura en el pecho de la hermosa Lucía?
Me parece que segundo. Muchas gracias. No las merece. Volvió a salir. Al entrar en el coche, interrogó con ojos suplicantes a la generala, la cual se dignó hacer un signo afirmativo. Entonces dijo rápidamente al cochero: Huertas, 30... De prisa. Y se enderezaron a todo el correr del jamelgo hacia la casa de la generala.
¡Y te enfadas por eso, ingrato! exclamó Lucía. Si observo tu fisonomía, es que no miro más que a ella; todo lo demás me parece indiferente... Tu rostro es el libro donde leo mi felicidad o mi desgracia. Aunque ya no le causaban impresión alguna las metáforas amorosas de la generala, Miguel se dulcificó.
La generala contestó con afabilidad, y dirigió la vista a otro sitio; mas al volverla de nuevo hacia Miguel, al ver la camelia blanca en su frac y al observar su mirada fija, penetrante y un si es no es risueña, recibió tal sorpresa, que no pudo contestar a lo que, en aquel momento, le preguntaba un viejo militar que tenía a su lado.
Mi faz amarillenta y mi largo bigote caído, favorecían el plan. Y cuando a la mañana siguiente, después de haber regateado con los sastres de la calle Cha-Cona, entré en la sala tapizada de seda escarlata, donde ya brillaba la vajilla del almuerzo sobre la mesa de hule negro, la generala retrocedió como si apareciese el propio Tong-Tché, Hijo del Cielo.
La generala, a cada nuevo equívoco o reticencia, mostraba mayor alegría, se desternillaba de risa y daba pie con sus ingeniosas y picarescas respuestas a que el joven se engolfase cada vez más adentro. Ya no pensó más en cambiar de sitio; se encontraba admirablemente a los pies de Lucía. La generala quería averiguar quién era la máscara que tantas y tantas buenas cosas sabía.
Palabra del Dia
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