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Actualizado: 30 de abril de 2025
Tal vez aquella calaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y una semana de purgas; pero ¡vayanse al diablo los escrúpulos! un día es un día, y a ver quién le quitaba lo gozado.... Nada, que aquel día era un calavera; se burlaba de todo; y en prueba de ello, encendió el puro que le ofrecía Rafael, a pesar de que el fumar aumentaba su los crónica. Ya estaba el café.
No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando, después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba con las señoras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba gustoso. No era ya joven, pero era elegante, buen decidor, con aire caballeresco y un corazón que era una verdadera cloaca de corrupción.
Nada sacó en limpio Isidora de las diligencias de aquella tarde, sino un nuevo gasto en coches y tranvías. Acompañábala D. José Relimpio, el cual mostró tales deseos de fumar, que Isidora, sensible a esta necesidad como a todas, le obsequió con un paquete de puros de a medio real.
Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito. El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse. Escribió sin descanso hasta las diez.
Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos en papel de estraza; algunos libritos de fumar, y un paquete de cerillas.
La conversación, que era en extremo animada cuando Silas llegó al Arco Iris, había sido como de costumbre lánguida e intermitente al empezar a formarse la reunión. Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad.
Sirviose el café y circularon los cigarros. Juana anunció que quería fumar, y tomó un cigarro para ensayarse. Le va a hacer mal exclamó el señor de Maurescamp; tomad un cigarrillo. No, no, quiero un cigarro dijo la joven cuyos ojos estaban algo empañados. El señor de Maurescamp se encogió de hombros y quedó callado.
Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos. Desde entonces el cura le visitaba casi todas las tardes, para fumar unos cuantos cigarros, hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid como antiguos amigos.
Esto me adula ¿lo comprendes? y le digo: «¡Oh, caballero...! Puede usted fumar... ¡No me molesta...!» Iníciase la conversación. Al cabo de cinco minutos le había referido mi vida. BEAUVALLON. ¡Es una justicia que hay que hacerte...! ¡Tú cuentas tu historia a todo el mundo...! LA CHOUTE. Escuchóme él con interés, y después me dijo: «¡Está usted perdiendo el tiempo, hija mía!
«Usted dirá repitió él, hojeando los cuadernillos de billetes como si fueran libritos de papel de fumar . Mi parecer es que usted, por quien es y por la posición que ocupará, no debe seguir viviendo en aquella casa.
Palabra del Dia
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