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Actualizado: 30 de abril de 2025


Recordarle en tales momentos antiguos títulos de amistad, era todo nuestro afán, y hallar su memoria accesible á los evocados recuerdos, el mejor negocio para nosotros, condenados á fumar anís á pasto, y, lo que aún era peor, los pitillos de cinco al cuarto que vendía Godos en la subida de los Remedios; pitillos que transcendían á demonios desde media legua, y lo mismo tumbaban chicos que cañas un vendaval recio.

Respecto a condiciones morales, era lo que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día siguiente.

El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar, fué colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta. Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador.

En el mismo instante, el barón de Maurescamp sacaba el que tenía en la boca y se lo arrojaba a la cara al señor de Sontis, diciéndole: Concluya también el mío, capitán. El cigarro, a medio fumar, fue a dar en el rostro del capitán, despidiendo algunas chispas. Todos se habían puesto de pie.

Yo no diré que algunas veces no obremos por capricho, y que no seamos ligeras e interesadas.... Pero hay ocasiones en que las circunstancias nos arrastran. Una mujer se pone en tren de vestir con elegancia, de tener palco en los teatros, de gastar coche, y llega a acostumbrarse a estas cosas como vosotros a fumar y tomar café.

Juana encendió en un fósforo su cigarro y se puso a fumar con el mayor aplomo en medio de las aclamaciones de los asistentes. Al cabo de algunos instantes: Es verdad dijo, ¡esto me hace mal! Y, volviéndose al capitán que estaba a su derecha, y quitándose el cigarro húmedo de sus labios: Tome le dijo, acábelo usted.

Era fumador, como creo ya haberos dicho. Desde el primer día del viaje se redujo a fumar dos cigarros por día; uno por la mañana, antes de partir, y el otro por la noche, antes de acostarse. Pero una mañana la enferma le dijo: ¿No ha fumado usted? Me parece sentir el olor del tabaco. Don Diego dejó sus cigarros en la primera posada y no volvió a fumar.

Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, y dijo, ofreciendo otro a su sobrino: Vámonos a tomar café. Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces se había autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo el brazo. Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.

Entramos, saludamos, nos miraron dos oficinistas de arriba abajo, no creyeron que debían contestar al saludo, se pidieron mutuamente papel y tabaco, echaron un cigarro, nos volvieron la espalda, y a una indicación mía para que nos despachasen, en atención a que el Estado no les pagaba para fumar sino para despachar los negocios: Tenga usted paciencia respondió uno, que aquí no estamos para servir a usted.

Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él tomará para , cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa al alcance de la mano. Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de la falda.

Palabra del Dia

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