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Actualizado: 22 de junio de 2025


Y para que no le falte también a los lectores de El Liberal, al notar lo largo de esta discusión literaria, pongo por mi parte punto final en ella, y prometo no decir ya nada aunque otros escritores me contradigan y diluciden la cuestión con mejor tino y gracia.

Se muestra escandalizado por el carácter absurdo de su final. ¡Qué tiempos! El fugitivo refugiado en Amerongen le desconcierta y le irrita. ¡Y yo que le hacía el honor de compararlo con un teniente!... ¡Yo que le consideraba capaz de pegarse un tiro!...

Don Custodio le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había notado sus paseos ¿qué hay?, ¿ha venido esa dama? ¡Una hora! ¡una hora! Confesión general. Ya usted ve.... Y más tarde: ¿Qué hay? ¡Hora y media! Le estará contando los pecados de sus abuelos desde Adán. Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».

El break entró en la chacra ascendiendo la pendiente del camino que daba acceso a la casa, en cuyo corredor estaba don Casiano que, al reconocerlo a la distancia, dijo a la Pampita: Son los Astules... tomá el mate, hijita y se dirigió al encuentro del carruaje, que ascendía penosamente el final empinado de la cuesta. ¡Jiú!... ¡jiú!... ¡jiú!...

Por la acera, las gentes andaban de prisa, no como personas que se pasean y a quienes la hora poco importa; cada cual con rumbo fijo, al grano de sus negocios, contando los pasos y los minutos. Y sobre todo aquel rumor de océano encrespado, resonaba el grito de los vendedores ambulantes y el toque de corneta del tranvía, que parecía la llamada pavorosa del juicio final.

La escena final del acto, donde todos los voluntarios republicanos, entre el fragor de la lid empeñada, doblan la rodilla al aparecer el Señor acompañado de las monjas de San Gregorio, aflojó suavemente los tirantes nervios de la concurrencia.

Avanzó por el pasadizo que conducía a los departamentos de lujo en el mismo piso del comedor. Marchó con seguridad sobre la mullida alfombra hasta las proximidades de su propio camarote, pero al torcer con dirección al de Maud, fue adelantando cautelosamente, como el que acude a una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un breve corredor, junto a un tragaluz, estaba la puerta de Mrs.

El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo, por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar á él. No quería á Clara poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño.

En la misma carta que se me participó que mi hija estaba indispuesta, se me decía también que ya se hallaba restablecida, y no hubiera regresado a París si no hubiese creído que debía aprovechar la ocasión para poner a mis relaciones de amistad con Beatriz un punto final.

Hay tipos, como el de Hamleto, cuyo estudio bastaría á llenar la vida de un actor. «Mis meditaciones acerca de este carácter dice Macready, han perdurado hasta el final de mi carrera».

Palabra del Dia

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