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Y los dos entraron en el salón, colocándose en primera fila. El ambiente, cerrado aún y caldeado por tantas respiraciones, era de una densidad asfixiante. Conchita los saludó con un gesto de cansancio. Doña Zobeida, al reparar en ellos, tuvo miradas de ternura. Muchas gracias, en nombre del buen padrecito. Para ella, esta misa era de mayores méritos que las anteriores.

Se contemplaba andando a gatas por un corredor interminable, ante una fila de puertas numeradas con esa uniformidad que luego había visto en cuarteles y presidios. Muchas mujeres sentadas ante las puertas cosían y charlaban.

En esto vió pasar delante de una larga fila de coches, llenos de señores y señoras conversando con animacion; creyó distinguir dentro grandes ramilletes de flores, pero no paró atencion en ello. Los coches se dirigían hácia la calle del Rosario y, por encontrarse con los que bajaban del puente de España, tenían que detenerse á menudo é ir lentamente.

Ve acercarse entonces un grupo de mozos ebrios, que aullando cantos obscenos pasan en fila a través de la gente; a la cabeza de ellos marcha el cerrajero Farmann, bribón famoso, y detrás de él van otros perdidos.

Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente.

Otra fila de ómnibus, con las portezuelas abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos animaban con voces descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su carruaje: ¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al patíbulo! Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de la Montera, empujado por la ola de la multitud.

El pobre mozo, obligado á ocultar sus aficiones flamencas, sólo les daba suelta por las noches cuando su abuela y su madre se iban de fila á casa de algún vecino.

Las tres jóvenes que sentadas en sillas seguían la fila, eran sus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si bien no la imitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos, con modestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver el régimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá.

Dejó transcurrir un largo rato. Luego le agitó el deseo de verla otra vez, aunque fuese de lejos, y entró en la iglesia cautelosamente, queriendo evitar un encuentro prematuro. Fué avanzando entre una doble fila de bancos desocupados. Allá en el fondo estaban las mismas mujeres del otro día, siempre arrodilladas, como si su dolor no conociese el tiempo.

Se hallaba retraído en tercera o cuarta fila, siguiendo con ojos de susto los cuidados que a la criatura se prodigaban. Y trató de irse con disimulo sin nueva despedida; pero Amalia le detuvo con alarde de audacia que le dejó petrificado. ¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar un beso a mi pupila? ¡Yo!... , señora... no faltaba más.