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Actualizado: 24 de junio de 2025


Su declaración, la última carta que le había dirigido la Condesa, pocas horas antes de su muerte, lo iban a explicar todo. No era general, sin embargo, esta confianza, y el mismo Ferpierre, después de su primer movimiento de estupor y de placer al recibir comunicación del telegrama, temía no poder salir aún de la duda.

El fanático volvió pronto de su estupor, y después, dando poca importancia á aquel asunto, se dirigió á su sobrino y dijo: Vamos, Lázaro: esta noche se reúnen tus amigos en la Fontana. Hay gran sesión: no faltes. Yo no me opongo á que cada cual manifieste sus opiniones; tienes las tuyas: yo las respeto. que tienes talento y quiero que te conozcan. Ve á la Fontana, ve esta noche.

Al entrar en aquella casa y ver aquellos objetos deteriorados por el tiempo, bellos aún en su miseria, el visitador se sentía sobrecogido de estupor y veneración.

El curial le miró con estupor. Por sus ojos pasó después un relámpago de inquietud, temiendo hallarse frente a un loco, y se apresuró a despedirse y salir. Quedó solo el sacerdote. La celda en que se hallaba era lóbrega y sucia. Un catre de hierro, una mesilla de pino, una cómoda tosca y algunas sillas de paja componían todo el mobiliario.

El brusco cambio entre la neblina y la oscuridad de fuera, y el resplandor y el calor de dentro, lo deslumbraron, así es que en su estupor quitose el estropeado sombrero y lo pasó una o dos veces ante sus ojos, mientras se sostenía, aunque con poca seguridad, contra el respaldo de un sofá.

La majestad de la señora, el aparato de que se rodeaba y las ideas extrañas que salían de su boca les hacía mirarse de vez en cuando llenos de estupor. Pero tanto y más que esto les impresionaba el respeto profundo que todos los tertulios la tributaban. De tal modo que, cuando por el gesto se conocía que iba a hablar, inmediatamente quedaba todo en silencio.

Siguió al estupor un grito de indignación. Nunca se colorearon tan vivamente las mejillas de los lacienses como en aquel momento; ni siquiera cuando la prensa de Madrid vino elogiando cierta comedia escrita por un hijo de la población. ¡Qué de improperios, primero contra Granate, luego contra D. Juan, después contra Fernanda!

En el primer momento la fisonomía del Príncipe Zakunine había permanecido sin expresión; parecía que éste no hubiera oído, o que no hubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga e irónica contracción de los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de pronto hundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa, revelaron la sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión, que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo.

He aquí resuelto el problema. ¿Quién dice que esto es difícil? Se puso á reir en silencio viendo mi estupor. Había seguido su razonamiento y comprendía su formidable habilidad. Pero exclamé: ¿Y si yo me escapo y Lea Peralli aparece muerta quién había cometido el crimen? ¡Bah! dijo Sorege en tono burlón. Es usted muy curiosa. ¿Quién ha de haber cometido el crimen? La persona á quien aproveche.

Repentinamente cesaron los gemidos de Raquel: vuelta a la conciencia de las cosas, su mirada continuó fija en Adriana, con la misma extrañeza, con el mismo estupor. Porque a medida que se sustraía a la influencia de la pesadilla, iba apoderándose de ella una sorpresa profunda ante la dolorida solicitud de su hermana. Le parecía otra.

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