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¿Aún no ha vuelto el señor de Maltrana? Y al saber que Feli estaba sola, negábase a pasar adelante. Era tarde y debía levantarse con el alba. Que trabaje usted mucho, señora, y duerma bien. ¡Ah! Y si tiene usted un rato libre y quiere distraerse, lea aquella oración tan bonita que le entregué. Se ganan ochenta días de indulgencia.

Era probado: Siempre que su marido estaba por las noches muy dado a la somnolencia espiritual, al día siguiente le entraba la desconfianza furibunda y la manía de que todos se conjuraban contra él. Poco después de esto, dijo Maxi que se quería acostar. Fortunata encendió luz, y él fue hacia la alcoba, arrastrando los pies como un viejo.

Y en efecto, no tardé en convencerme de que me engañaba; no habló a nadie, a nadie se acercó, y tampoco dio muestras nadie de conocerle. Cuando comenzó el ensayo, traté de descubrirle en la orquesta, entre los aficionados, y no le encontré allí. Aunque la sala estaba poco alumbrada, me pareció verle en el palco que la víspera había contemplado con tan profunda emoción.

Ve a ver lo que hace dijo papá; sin duda te ha de necesitar. Salí de un brinco y a saltos subí la escalera que conducía a su habitación. Esta estaba cerrada. ¡Marta, abre! Soy yo. Nadie se movió. Rogué, supliqué, prometí repararlo todo, le prodigué mil nombres cariñosos: todo fue inútil.

Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la muerte del señor Juan.

Conozco lo que un amor entre nosotros exige fatalmente, y me da espanto, me siento sin fuerzas para muchas cosas que antes consideraba sin importancia. lo has dicho: soy otra. El príncipe se reanimó al conocer el obstáculo. Su hijo vivía; estaba seguro de ello.

En cuanto a Chateaubriand, no había que hacer caso de él. Todo eso de hacerse monja sin vocación, estaba bien para el teatro; pero en el mundo no había Manriques ni Tenorios, que escalasen conventos, a Dios gracias. La verdadera piedad consistía en hacer feliz a tan cumplido y enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano y amigo». Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja.

Todo estaba lo mismo que en su niñez: el jardín, el claustro; la catedral no había cambiado. Su Eminencia, cerrando los ojos, se creía aún el monago travieso de medio siglo antes. La espiral azulada de su cigarrillo parecía arrastrar su pensamiento por las interminables revueltas del pasado.

Nuestro peregrino advirtió con pena que estaba hecho una sopa, y temió que la muerte, que anhelaba y repugnaba al mismo tiempo, pudiera sobrevenir por la humedad esgrimiendo, en lugar de guadaña, reumas y pulmonías. A la luz de los relámpagos descubrió que había llegado a una extensa nava, entre las cumbres de dos cercanos cerros.

Su nuevo traductor, que estaba en la punta de la escollera para transmitirle las órdenes de los constructores, le habló con la dureza de un carcelero. Esclavo-Montaña dijo , no vuelva á repetir esos juegos de mal gusto, so pena de morir estrangulado por las máquinas aéreas ó de que la escuadra del Sol Naciente le rompa el cráneo enviándole una nube de piedras con sus catapultas.