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Se debe esta obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica.

Se mantuvo erguido, con una mano sobre el pecho y la otra apoyada en el respaldo de una silla. Su frente elevada parecía aguardar la inspiración de lo alto. Mostraba la rigidez de un modelo, como si estuviera delante del escultor encargado de su futura estatua. Su madre le conocía bien. Cuando sentía hambre y deseaba un pedazo de pan, nunca lo reclamaba á gritos, como los niños ordinarios.

Hay, sinembargo, allí una estatua de Pandora, en mármol purísimo, tan bella y delicada, que vale por todo un museo; así como llama la atencion, al píe de una escalera, la colosal estatua de Minerva, en yeso, obra de un escultor contemporáneo, que puede figurar con honor en el mas espléndido jardin de Europa.

Los hechizos de aquel brazo, prodigio de elegancia y blancura, iban quedando al descubierto sin recibir el homenaje de admiración que un escultor le hubiera seguramente otorgado. Cesó de dar vueltas. En una de ellas apareció sobre el fondo blanco y lustroso una gran mancha morada con bordes amarillentos. Laura, al ver aquella mancha, no pudo reprimir un leve gesto de espanto.

El virrey marqués de Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller.

Entre el marco que le formaban las ramas de un castaño colosal, erguíase el crucero. Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso.

Advertíase pronto que era uno de esos hombres que cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura con la misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua; que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo un sagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.

Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo á comprender la pasión del escultor griego. Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos á ella. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.

Es la única que no se ríe con los chistes del señor Kisseler, un escultor amigo de mi padre, cuyo ingenio hace gracia a todo el mundo. Este señor me disgusta y me parece grosero, acaso porque no le comprendo, pues da a las palabras más sencillas, en apariencia, un sentido particular que hace reír a los hombres y ruborizarse a las señoras, sin perjuicio de reírse también.

Pero al llegar cerca de la Puerta del Sol Carlota se puso repentinamente seria, como si un soplo de viento helado cruzase por su alma, y exclamó: ¡Mucho me he reído hoy, Mario! Tengo miedo que me suceda algo malo. ¡Qué superstición! No seas tonta, mujer respondió el escultor sin dejar de reír. ¡Pobre Mario! El tonto lo era él en tal instante.