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Actualizado: 4 de junio de 2025
Porque, dime, ¿qué necesidad tenías tú de convertirte en enfermera para cuidar de esta vieja achacosa? No, ya se lo dije al señor Cura, que cuando vuelvan a Villaverde vengan a esta casa, a esta pobre casa que es suya. Nosotras te queremos mucho, y Rodolfo lo mismo, me lo ha dicho muchas veces te quiere como a una hermana. Y cuando llegó la hora de recogerse le dijo: ¿Cerraste ya los baúles? ¿No?
A Dios sean dadas... contestó el jesuita afablemente . Vamos, no afligirse, mi señora Doña Lucía... al contrario. Estamos de enhorabuena. No... no, si es de gozo contestó la enfermera. Y como la sotana negra y el alto talle fajado se alejasen, hizo suavemente: ce, ce. El jesuita se volvió. Yo también, Padre Arrigoitia, me quiero confesar, pronto, pronto.
Todo su ser estaba consagrado a la salvación de Germana; toda su alma luchaba contra el peligro presente con una voluntad de hierro. Jamás el genio del bien había adoptado un aspecto más feroz y más terrible. Se leía en su rostro una abnegación furiosa, una amistad exasperada, una ternura irascible. No era ni una mujer ni una enfermera, sino un demonio femenino que disputaba su presa a la muerte.
El acento rencoroso, la voz dura con que dijo estas palabras, le sorprendieron, como si procediesen de otra boca. La enfermera lo miró con sus ojos límpidos, agrandados, serenos, unos ojos que parecían libres para siempre de las contracciones de la sorpresa y del miedo. La respuesta se deslizó con la misma limpieza que la mirada. Es Laurier... Es mi marido.
En el silencio de Villa-Rosa, la otra se había confesado desesperadamente, sin que la enfermera sintiese escándalo ni asombro. ¡Qué representaba esta catástrofe moral de una simple persona, cuando el mundo veía á cada minuto los más inauditos crímenes!...
LA ENFERMERA. ¡Simple divergencia de métodos y de autoridades...! Tranquilícese... Como cada una de estas damas quiere afirmar su supremacía sobre la otra, los enfermos están mejor cuidados. SITA. Es usted muy indulgente. Adivino que seremos amigas. LA ENFERMERA. ¡No se haga ilusiones...! SITA. ¡Quia...! Mi corazón no me engaña nunca.
Puede uno perseguirlas toda la vida sin tener buen éxito nunca. Un día afirmó que la enfermera era la querida del guarda y había tenido con él un niño, a quien acababa de matar; le había ahogado con una almohada, y por la noche le había enterrado en el bosque. El sabía hasta el sitio donde el pobre niño estaba enterrado.
La marquesa y la generala parecen tratarla como algo sin importancia; estas matronas se atribuyen todo el éxito de la empresa. A ellas irán a parar los honores y las cruces. ¿Qué le parece...? Me es muy difícil contestarle... SITA. ¿Por qué...? LA ENFERMERA. Porque conozco a la condesa de los Charmes, que es mi amiga íntima.
¡Muy bien, Georgi Timofeievich! respondió con voz débil, sonriéndole afectuosamente . Me gusta mucho verle a usted trabajar. Pomerantzev no ignoraba que la enfermera estaba enamorada de él, y, aunque no podía corresponder a tal amor, respetaba sus sentimientos y procuraba no comprometer a la muchacha con cualquier imprudencia.
No serás tú el ángel que me ayude dijo con tristeza la tía María. Dolores recibió a la enferma con los brazos abiertos, celebrando como muy acertada la determinación de su suegra. Pedro Santaló, que había llevado a su hija, antes de volverse, llamó aparte a la caritativa enfermera y, poniéndole las monedas de oro en la mano, le dijo: Esto es para costear la asistencia y para que nada le falte.
Palabra del Dia
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