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Actualizado: 11 de junio de 2025


308 A poco andar, conocí que ya me había desbancao, y él siempre muy entonao, aunque sin darme ni un cobre, me tenía de lao a lao como encomienda de pobre. 309 A cada rato, de chasque me hacía dir a gran distancia; ya me mandaba a una estancia, ya al pueblo, ya a la frontera; pero él en la comendancia no ponía los pies siquiera.

Nadie sabe de este Pinho ni la edad, ni la tierra o familia en que nació, ni su ocupación en el Brasil, ni el origen de su encomienda.

La persona a quien se encomienda, si es cierto lo que usted me dice, me parece dignísima y me lleva, entre otras muchas ventajas, la de la antigüedad. Pero sobre todo, aunque en efecto se cometiera conmigo una injusticia, ¿a qué viene esa alteración? ¿A qué vienen esos insultos a personas respetables por cuya cabeza no habrá pasado la idea de hacerme daño alguno?

De esta manera se encomienda á la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega á tan alto grado de certeza, ó es solamente probable, ó tiene muchos visos de falso.

Sin duda debió Mendoza á su talento poético la obtención de un cargo importante cerca de la persona de Felipe IV. Fué, en efecto, Secretario particular de este Monarca, é individuo del Consejo superior de la Inquisición, recibiendo también, como signo del favor que le dispensaba el Rey, la encomienda de Zurita de la Orden de Calatrava.

No os conozco dijo la duquesa y, sin embargo, vestís como noble y lleváis hábito, lo que nada prueba, porque hoy se da á todo el mundo una encomienda. Me llamo don Juan Téllez Girón, señora. ¿Sois pariente de don Pedro? Soy su hijo... ¡Su hijo!... No conozco ningún hijo del duque que se llame Juan. Soy su hijo bastardo... ¡Ah! ya decía yo...

Se detiene, ya no muge; sus piernas tendidas, los ojos sangrientos y la cola enroscada. Encomienda tu alma a Dios, José, porque la barrera está lejos y el toro cerca... Adelante, demonio... ¡adelante la afilada, espada!... ¡Demasiado tarde! la espada se ha roto en pedazos, y José, atravesado por un cuerno del toro, ha quedado clavado en la balaustrada.

Y contestando con un gracioso saludo al profundo que ya en lo alto de la escalera le hacían los dos viejos, dijo de pronto: ¡Gallego!... Un momento... Tengo que pedirle a usted un favor... Necesito una cruz sencillita..., una encomienda de Isabel la Católica o de Carlos III, cualquier cosa... Se casa un chico de mi apoderado de Granada y quisiera hacerle ese regalito... Es un poquillo vanidoso y le gusta colgarse dijes... Con que le mandaré a usted una notita... ¿Eh, Gallego?...

El desprecio a las intrigas y el odio de sus enemigos le hicieron abandonar para siempre el archipiélago de la Orden, las islas de Malta y Gozzo, cedidas por el Emperador a los frailes guerreros sin otro precio que el tributo anual de un azor de los que se criaban en aquellas islas. Viejo ya y cansado, retirábase a Mallorca, viviendo de los bienes de su encomienda situados en Cataluña.

Así, cuando el editor de La Regenta me propuso escribir este prólogo, no esperé a que me lo dijera dos veces, creyéndome muy honrado con tal encomienda, pues no habiendo celebrado en letras de molde la primera salida de una novela que hondamente me cautivó, creía y creo deber mío celebrarla y enaltecerla como se merece, en esta tercera salida, a la que seguirán otras, sin duda, que la lleven a los extremos de la popularidad.

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