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Hombres, hombres serios, verdaderamente merecedores de ese nombre, dignos de reverencia y afecto, y de que por ellos se arriesgue un paso que no canse mucho, para Pinho sólo lo son los prestamistas del Estado.

Para Pinho no hay otro bien como el uso de la guayaba, y en cuanto supo que yo era un poseedor de inscripciones, un semejante suyo, capitalista como él, no dudó, no se retrajo más de su deber humano, y practicó en seguida el acto de beneficio, y hélo aquí ruborizado y feliz, trayendo su dulce dentro de una servilleta. ¿Es el comendador Pinho un ciudadano inútil? ¡No, ciertamente!

Nadie sabe de este Pinho ni la edad, ni la tierra o familia en que nació, ni su ocupación en el Brasil, ni el origen de su encomienda.

Por lo demás, le basta con poco para contentar la porción de Alma y Cuerpo de que aparentemente se compone. Hacia mediados de abril, sonríe y dice desdoblando la servilleta: «tenemos el verano encima»; todos concuerdan con él y Pinho goza.

A mediados de octubre se pasa los dedos por la barba y murmura: «tenemos encima el invierno»; si otro huésped disiente, Pinho enmudece porque teme las controversias. Y este honesto cambio de ideas le basta. En la mesa, con tal que le sirvan una sopa suculenta en un plato hondo que pueda llenar dos veces, queda satisfecho y dispuesto a dar gracias a Dios.

Y barón es un título que honra a ambos, al Estado y a Pinho, porque con él se rinde simultáneamente un homenaje gracioso y discreto a la Familia y a la Religión. El padre de Pinho se llamaba Francisco, Francisco José Pinho. Y nuestro amigo va a ser hecho barón de San Francisco. ¡Adiós, querida madrina! ¡Vamos con el décimo octavo día de lluvia!

Erraríamos, sin embargo, querida madrina, suponiendo que Pinho es ajeno a todo cuanto sea humano. ¡No! Estoy cierto de que Pinho respeta y ama a la humanidad; sólo que para él la humanidad en el transcurso de su vida se restringió mucho.

Así, mi primo Procopio, con una malicia harto inesperada en un espiritualista, contóle hace tiempo en secreto, guiñando los ojos ¡que yo poseía muchos papeles! ¡muchas pólizas! ¡muchas inscripciones!... Pues en la primera mañana que volví a la casa de huéspedes después de esta revelación, Pinho, ligeramente colorado, casi conmovido, me ofreció una cajita de dulce envuelta en una servilleta, ¡acto conmovedor que explica aquella alma!

Para el comendador Pinho, el Universo consta de dos únicas entidades: él mismo, Pinho, y el Estado que le da el seis por ciento; por tanto, el Universo es perfecto y la vida perfecta, mientras Pinho, gracias a las aguas de Vidago, conserve apetito y salud, y el Estado siga pagando fielmente el cupón.

Pinho no es un egoísta, un Diógenes de levita negra, secamente retraído dentro del tonel de su inutilidad. No. Hay en él toda la humana voluntad de amar a sus semejantes y de servirlos. Pero, ¿quiénes son para Pinho sus genuínos «semejantes»? Los prestamistas del Estado. ¿Y en qué consiste para Pinho el acto de beneficio? En ceder a los otros aquello que a él le es útil.