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Actualizado: 29 de mayo de 2025


No, señorita... no le ha atropellado ningún coche. Se ha perdido. ¡Búsquenlo ustedes! ¡búsquenlo! gritó a su vez Mario desesperadamente. Hace tres horas que lo estamos buscando, señorito respondió Encarnación rompiendo a sollozar. Vicenta explicó el caso. Su compañera no acertaba a hablar. Ambas habían ido con el niño al Retiro, permaneciendo allí toda la tarde.

En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.

Sor Angela de la Encarnación era estrujada y abofetea la por Satanás a la vista de todas sus compañeras, y, últimamente, arrojada por él, desde lo alto de una galería al jardincillo del convento, no recibió daño alguno.

Por último, dijo así con aspereza, remedando el hablar francote y brutal de la gente del bronce: «Chicáaaa..., no me beses más, que no soy santo. A casa» dijo la Sanguijuelera, saltando sobre el cáñamo. Aquel día añadió Encarnación a su olla algo extraordinario. Comieron en la trastienda, que más bien era pasillo por donde la tienda se comunicaba con un patio.

Le diría á la joven y á la pura, que contemplasen la letra escarlata que brillaba en su seno, que se fijasen en esa mujer, la hija de padres honrados, la madre de una criaturita que más adelante sería también una mujer, que recordasen que en un tiempo había sido inocente y que vieran ahora en ella la imagen, la encarnación, la realidad del pecado; y sobre su tumba, la infamia que la había acompañado en vida, sería también su único monumento.

Agárrate a , que yo veo en lo negro como las lechuzas». Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta. Halláronse en extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano.

Hizo amistades, y se formó en torno de él un grupo de entusiastas ganosos de novedad, que también le proclamaban el «torero del porvenir», protestando porque aún no había recibido la alternativa. A espuertas va a ganar el dinero, Encarnación decía el cuñado . Va a tener millones, como no le ocurra una mala desgracia. La vida de la familia cambió por completo.

«Su señoría gasta ahora pocas palabras dijo Encarnación . Le hemos de poner dentro de un cántaro en un cuarto obscuro, como a las maricas, para enseñarle a hablar... ¿Quieres ver que pronto se despabila el pájaro? Pues enséñale el cañamón. Verás...».

Toma vanidad, toma lustre». Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más». En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación.

Era una cuesta, poco antes de llegar a la Encarnación, donde el rumor de una fuente ablanda la aspereza del paraje. Cuando le pareció que había sido burlado, un hombre menudo y encogido salió por detrás de una encina. Era Diego Franco, el campanero de la Catedral.

Palabra del Dia

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