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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Don Pablo Dupont hizo llegar hasta él ofrecimientos de limosna para sostener su vejez, aunque le consideraba el principal culpable de todo lo ocurrido, por no haber enseñado a sus hijos religión. Pero el viejo rehusó todo socorro. Muchas gracias, señor: admiraba su caridad, pero moriría de hambre, antes que aceptar una moneda de los Dupont.

¡Hola, barbián! dijo Dupont el menor al ver a Montenegro. ¿Cómo está tu familia? Un día de estos iré a la viña. Quiero probar un caballo que compré ayer. Y después de estrechar la mano de Montenegro y darle varias palmadas en los hombros, satisfecho de poder demostrar la fuerza de sus manazas ante aquellos amigos, le volvió la espalda. Fermín tenía con este señorito gran confianza.

mismo, muchacho continuó don Fernando, te expones a un sermón, si Dupont sabe que paseas conmigo. Fermín hizo un movimiento de hombros. Estaba acostumbrado a los enfados de su principal y a las pocas horas de escucharle ya no se acordaba de sus palabras. Además, hacía tiempo que no había hablado con don Fernando y le placía pasear con él en este suave atardecer de primavera.

Luis es malo, pero mayores escándalos dieron en su juventud algunos santos varones. Ahí tienes a San Agustín, padre de la Iglesia, columna de la cristiandad. San Agustín, siendo joven... El timbre del teléfono cortó la palabra a Dupont, que iba a comenzar el relato de la vida del gran africano, sin fijarse en el gesto de indiferencia de Fermín.

Pues corramos a La Carolina. Vamos; en marchaManda un emisario a Dupont, diciéndole: «Sr. General en Jefe, los insurgentes han ido a cortar el paso de la sierra. Corro a La Carolina; venga usted tras , y acabaremos con ellosEsto pasaba en los días 17 y 18.

La música cesó. Todos miraban con ansiedad hacia el lado de la explanada donde estaban los de la riña. Siga la juerga ordenó Dupont como un tirano bondadoso. Aquí no ha pasado nada. Sonó otra vez la música, reanudaron la danza las parejas, y el señorito volvió al corro. La silla de Mariquita estaba desocupada. Miró en torno y no vio a la joven en toda la plazoleta.

Y con repentino entusiasmo, olvidando su enojo, comenzó a explicar con una delectación de artista la ceremonia del día anterior en la iglesia de los que él, por antonomasia, llamaba los Padres. Primer domingo del mes: fiesta extraordinaria. El templo lleno: los oficinistas y trabajadores de la casa Dupont hermanos estaban con sus familias; casi todos (¿eh, Fermín?), casi todos: muy pocos faltaban. Había pronunciado el sermón el padre Urizábal, un gran orador, un sabio que hizo llorar a todos; (¿eh, Montenegro?) ¡a todos!... menos a los que no estaban. Y después, había llegado el acto más conmovedor.

Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, de guerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades del mundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a la mañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont.

Para continuar su fúnebre monólogo bebía con la calma del campesino andaluz, que mira el vino como la mayor de las riquezas y lo huele y examina, hasta que, a la media hora de este copeo solemne y refinado, su pensamiento, saltando de un afecto a otro, abandonaba a Dupont para fijarse en Salvatierra, comentando sus correrías y aventuras, siempre propagando sus ideales de tal modo, que la mayor parte del tiempo la pasaba en la cárcel.

Una barrica antiquísima, completamente aislada, como si el roce con las otras pudiera despanzurrarla, exhibía el venerable nombre de Noé. Era la mayor antigüedad de la casa: se remontaba a mediados del siglo XVIII y el primero de los Dupont la había adquirido ya como una reliquia.

Palabra del Dia

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