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Actualizado: 21 de mayo de 2025


Cerca de la plaza Nueva ocurrió el deseado encuentro: ¡Viva la guardia civil! ¡Vivan las personas decentes!... Era Luis Dupont el que gritaba, en medio del silencio que imponían a la ciudad tantos fusiles en sus calles. Iba borracho: bien a las claras lo daban a entender sus ojos brillantes y su aliento fétido.

Fermín, molestado por el tono irónico con que aquel vencido, satisfecho de su servidumbre, hablaba de Salvatierra, iba a contestarle, cuando en lo alto de la explanada sonó la voz imperiosa de Dupont y las fuertes palmadas del capataz llamando a su gente. La campana lanzaba en el espacio el tercer toque. Iba a comenzar la misa.

Y mientras iba hacia el escritorio donde le aguardaban para las cuentas, pensaba en el vehemente Dupont, en su fervor religioso, que parecía endurecerle las entrañas. Y, realmente, no es malo murmuraba. Malo, no. Fermín recordaba la largueza caprichosa y desordenada con que algunas veces socorría a las gentes en desgracia.

Dupont explicaba su conducta cuando le hablaban de este suceso con una sencillez que daba espanto: «Primero, la Fe; después, la Ciencia, que algunas veces hace grandes cosas, pero es porque se lo permite Dios».

Conocía su pasado: su juventud, transcurrida en los bajos fondos del periodismo de Madrid, batallando contra todo lo existente, sin conquistar un mendrugo de pan para la vejez, hasta que, cansado de la lucha, acosado por el hambre, y bajo el pesimismo del fracaso y la miseria, se había refugiado en el escritorio de Dupont para redactar los anuncios originales y los pomposos catálogos que popularizaban los productos de la casa.

Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel, que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y, a poca distancia ya, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay! ¡Si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos!

Cuando don Pablo Dupont iba a pasar un día con su familia en la famosa viña de Marchamalo, una de sus diversiones era mostrar el señor Fermín, el antiguo capataz, a los Padres de la Compañía o a los frailes dominicos, sin cuya presencia no creía posible una excursión feliz.

Recordaba mentalmente con cierta vergüenza el origen de los Dupont, del que hablaban los más viejos de Jerez al comentar su escandalosa fortuna. El primero de la dinastía llegaba a la ciudad a principios del siglo, como un pordiosero, para entrar al servicio de otro francés que había establecido una bodega.

Además, el señor Fermín se sentía ligado por todo el resto de su existencia a la familia Dupont. Había visto a don Pablo en pañales, y aunque le trataba con el respeto que imponía su carácter imperioso, era siempre para él un niño, acogiendo con bondad paternal todas sus rarezas. El capataz había tenido en su vida un período de dura miseria.

En su estirpe figuraban toda clase de glorias: amigos de monarcas; Adelantados que infundían miedo a la morisma; virreyes de las Indias, santos arzobispos, almirantes de las galeras reales; pero el alegre marqués daba de barato tantos honores y tan preclaros ascendientes, pensando que hubiera sido mejor para él poseer una fortuna como la de su cuñado Dupont, aunque sin las obligaciones y trabajos de éste.

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