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Actualizado: 27 de mayo de 2025


Pierrepont de pie, inmóvil, mudo, asistía en la penumbra del palco a esta breve escena. Por fin, decidióse a ir al encuentro de la vizcondesa que permanecía en el saloncito; la interesante dama se había sentado en un diván y respiraba con dificultad cual si una mano de gigante le oprimiera el corazón.

Entónces el gran visir protegia á los Griegos: el patriarca griego me acusó de que habia cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el diván á cien palos en la planta de los pies, que rescaté á precio de quinientos zequíes.

Quedose algunos minutos clavado en el suelo lleno de estupor, y por último, haciendo un esfuerzo, se dirigió con paso vacilante a un departamento solitario y se dejó caer en un diván; metió la cabeza entre las manos y sollozó largo rato, sin que nadie viniese a acompañarle: solo el conserje, al dar una vuelta de inspección por la sala, hallándole de aquella suerte, le preguntó con solicitud: ¿Qué es eso, D. Miguel? ¿llora V.?

Procuró antes que todo asegurar su paz interior, tranquilizarla. Llamó al divan á los principales ciudadanos, abjuró en favor de este senado el poder absoluto de que gozaba como gefe supremo del Imperio, redújose de califa que era á ser el presidente de una aristocracia. Proscribió de el lujo, disminuyó el ejército, rebajó cuanto pudo los enormes gastos del Tesoro.

Creía hallarse ahora con el ojo arrimado a la rendija. El Canónigo no se había equivocado. De treinta a cuarenta moriscos, vestidos algunos con sus ropas musulmanas, deliberaban, sentados en rueda. Ramiro observó que el personaje de la daga guarnecida de piedras no se hallaba presente. La sarracena iba entretanto de diván en diván.

Había, no obstante, en sus ruegos un tinte de frialdad que dejaba traslucir, para el espíritu penetrante de una mujer, el sordo disgusto y la tristeza que en el fondo del alma sentía. Alzóse del diván; bajó el velo del sombrero. Pepe aún insistía por mostrarse galante y desagraviarla.

Uno tiene puesta la nuca en el borde del diván y los pies en una butaca, otro se retuerce con la mano izquierda el bigote y con la derecha se acaricia una pantorrilla por debajo del pantalón; quién se mantiene reclinado con los brazos en cruz; quién se digna apoyar la suela de sus primorosas botas en el rojo terciopelo de las sillas.

Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó: Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del convento de Santa Magdalena. ¡Beber... hablar!... ¿en este momento? preguntó Blasillo, confundido, abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la escalera.

JESSY. ¡Comprendido...! Es el oficio que entra, como suele decirse... ¡Bah...! ¡Yo soy una buena muchacha...! Se dirige hacia el diván y se quita el corsé. ¡Ea...! Vamos a elevar nuestra alma... Talma no se lo hace repetir. Adivínase la continuación. Al cabo de unos cuantos minutos, Jessy se levanta tan tranquila como si acabara de cumplir una pequeña formalidad administrativa.

Subieron por ella ayudándose con pies y manos hasta ponerse en lo más alto, y se dejaron caer exánimes de fatiga sobre el rústico diván, que crujió y se hundió suavemente bajo su peso. Andrés apartó las yerbas que le cubrían la cara y miró por la ventana. Rosa hizo lo mismo. Esperaron.

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