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Actualizado: 27 de mayo de 2025


La generala había empleado ya muchas veces este recurso, y siempre con el mismo éxito. A Miguel no le caían en gracia estas ideas lúgubres y procuraba llevar la conversación hacia otro punto. Esta vez la cortó levantándose del diván donde ambos estaban sentados y cogiendo el sombrero.

La obscuridad crecía, y al fin viniera a ser completa si el resplandor de un reverbero fronterizo no se quebrase en los cristales de la ventana. La vista de la luz hizo saltar en el diván a Lucía. Es de noche exclamó siempre en alto. Atropelláronse en su mente mil pensamientos. De seguro que ya habrían preguntado en la fonda por ella.

En la última visita, como nadie se presentase a conducirle, abrió él mismo equivocadamente la puerta de un camarín y hallose con una preciosa mujer, acostada a lo largo de un diván moruno de terciopelo. La falda, levantada hasta más allá de las ligas, destapaba sus piernas macizas y cortas, que las medias de nácar ceñían tentadoramente.

Pasee usted cuanto quiera, amigo Barragán repuso Tristán mirándole con curiosidad. Pero con gran sorpresa suya en vez de hacer uso de esta facultad el paisano se dejó caer como un plomo sobre el diván, sacó el pañuelo y se lo llevó a la frente empapada de sudor. ¡Es tan triste! ¡Es tan triste! murmuró con abatimiento.

Gallardo estaba en el club de la calle de las Sierpes. Huía de la casa, y muchos días, para evitar el encontrarse con su mujer, comía fuera, yendo con amigos a la venta de Eritaña. El Nacional, sentado en un diván, quedó con la cabeza baja y el sombrero entre las manos, no queriendo mirar a la esposa de su maestro. ¡Cómo se había desmejorado!

A cada carta que cerraba Artegui, decíase: Ya le he visto; vámonos. Y se quedaba. Por fin Artegui se levantó, e hizo una cosa rara; llegose al retrato colgado sobre el diván, y lo besó. Miró Lucía afanosamente a aquel lugar, y viendo un rostro de dama, pero parecido al de Artegui, murmuró: Su madre.

Ignoro qué suerte será la mía, pero lo que me importa es tu tranquilidad. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de bruces en el diván, ocultando el rostro entre los brazos, mientras un hipo de llanto estremecía las adorables sinuosidades de su dorso. Ulises, conmovido por este dolor, admiró al mismo tiempo la perspicacia de Freya, que adivinaba todas sus ideas.

Las señoras del diván contempláronlas con lástima y se hicieron una leve señal con los ojos, que quería decir: ¡pobre joven! Después se hicieron otra señal, que significaba: ¡qué pantalones tan bonitos lleva, y qué bien calzado está! Indudablemente aquel muchacho les fue simpático.

En cuanto a García, aunque era un hombre enteramente retórico de los pies a la cabeza, miraba a su amigo desde el diván donde se había sentado con ojos alegres y triunfantes y los volvía a los parroquianos con ganas de decirles: «¿Ven ustedes qué ojo tiene para meter la bala en el blanco? Pues es tan certero para medir los sáficos adónicos

¡Pues , quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay...? Y te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas... Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar. ¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?

Palabra del Dia

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