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Actualizado: 27 de mayo de 2025
No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo: Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con h.
Dejáronse caer en el natural diván, y vieron tenderse ante ellos la vega, como remendada de varios colores, según eran los de las verduras que en cada heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas.
Poco a poco, a medida que iba acopiando argumentos, fue Rubín corriéndose a lo largo del diván, hasta que llegó a presidir la mesa de los capellanes. Eran estos tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todos de buena sombra y muy echados para adelante. Ninguno de ellos se mordía la lengua fuera cual fuese el tema de que se tratara.
Llegaba con la alegría del asueto que siente el colegial ó el empleado en los días libres. Al pesar obligaciones sobre ella, había conocido el valor del tiempo. Hoy no hay clase gritaba al entrar. Y arrojando su sombrero en un diván, iniciaba un paso de danza, huyendo con infantiles encogimientos de los brazos de su amante.
El doctor Ojeda, como lo llamaban para mayor honor mullos pasajeros, tuvo que agacharse y doblarse a impulsos de Nélida, y acabó por introducir su respetable personalidad debajo de un diván de exigua altura. Luego la joven colocó ante él, formando barricada, una maleta, un saco de ropa sucia y una gran caja de sombreros.
Estaba en preparativos para repantigarse en su diván, y lo incito, no sin vacilar, a que se reconcilie con Lotario... naturalmente, para tantear ante todo el terreno. Como lo había previsto, en seguida monta en cólera, jura, se sofoca, se pone lívido, y me señala la puerta. Pero digo yo, supongamos que él reconoce su error y abandona el pleito...
Cuenta la Historia que el Sultán quiso presidir por sí mismo el cónclave aquel de sabiduría, y aquel diván de inteligencia médica, y que sufrió los ratos de más bostezante fastidio que imaginarse pueden.
Y al decir esto, levantándose como una pulga del pavimento de la estancia, dando otra cabriola, haciéndole una higa al Sultán, y dando cuatro papirotes a los más graves del cónclave o diván, se deslizó por entre las guardias, repitiendo siempre: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.
Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar. ¡Hija mía, no llores! exclamó Reynoso conmovido.
Cuando estuvieron en su gabinete, una estancia lujosamente decorada, las paredes de raso azul, los muebles forrados de la misma tela, se dejó caer en un diván, reteniendo la mano de Miguel que tenía cogida. ¿No sabes?... he despachado al chico de la puerta con un encargo, y a mi doncella con otro... Pero aún nos pueden oír... ¡Mucho cuidado! El joven se sentó a su lado, y la abrazó con trasporte.
Palabra del Dia
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