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Actualizado: 27 de mayo de 2025


Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de café suelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como si presidieran o constituyesen tribunal.

Clara sentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su lado se esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado se presentó. Una señora pregunta por los señoritos. ¿Quién es? ¿Ha dado su nombre? No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa. Tristán quedó un momento vacilante.

Después, un mozo que dormitaba sentado en un diván, se levantó a encender las lámparas de petróleo sobrepuestas a los aparatos de gas, y entonces, la pareja chula, disgustada con la iluminación, pagó y se fue.

En la obscuridad, sin más luz que el tenue fulgor sideral que entraba por la ventana, volvió a llamar a Ojeda «viejito» y «negro», dos palabras amorosas del nuevo hemisferio a las que él no había podido habituarse todavía, y que en medio de los transportes pasionales le hacían sonreír. Cuando brilló de nuevo la electricidad estaban los dos sentados en un diván.

Mientras Lewis jugaba, el conde, sentado en un diván, leía plácidamente algún volumen, sin prestar atención á la curiosidad del público, que se fijaba en su gran cabellera blanca echada atrás, sus bigotes enormes y alborotados, sus ojos redondos, verdes y fosforescentes como los de un pajarraco nocturno. Castro sentía excitada su curiosidad por los libros del conde.

Arrojó su sombrero sobre el diván, como si se despojase de una corona de gloria que abrumaba su frente, y tambaleándose fue a apoyar las manos en el escritorio, quedando con la mirada fija en la enorme cabeza de toro que adornaba la pared del fondo del despacho. ¡Hola! ¡Güenas noches, mozo güeno!... ¿Qué pintas aquí?... ¡Muuú! ¡muuú!

Lo cierto es que los escozores le llegaron tan al alma, que, sin poder contenerse, se alzó del diván. Entonces Leticia, leyéndole en la actitud lo que le estaba pasando por dentro, quiso salvar su ociosa imprudencia, si es que la había cometido, que yo no lo , cambiando súbitamente de aspecto y diciéndole con la mayor serenidad y sin levantarse: ¡Si no hemos concluido todavía!

Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían.

Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima sobre su organismo... ¿Se llama usted D. Andrés Heredia, no es verdad?... Perfectamente: no me olvidaré... Adiós, Sr. Heredia; no deje usted de irse cuanto antes de Madrid. Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que, sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos.

Este ruido sacó al otro comensal de su ensimismamiento: era el gitano. ¡Francia, Blasillo! palabra ¡es un digno país! ¡País de hospitalidad! dijo Blasillo apurando un segundo vaso de champaña. El gitano miró, inclinó la cabeza hacia atrás recostándola sobre los cojines del diván, y soltó una carcajada. Y de la libertad continuó Blasillo en el mismo tono.

Palabra del Dia

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