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Actualizado: 19 de junio de 2025
Se replegaba por educación, huía de él porque este es el deber de una joven cristiana y bien educada; escapaba como una cabrita con graciosos saltos por entre las filas de naranjos, y el señor diputado salía detrás a todo galope con las narices palpitantes y los ojos ardorosos. ¡Que te coge, Remedios! gritaba la mamá, riendo. ¡Corre; que te coge!
Apesar de esta adaptación, no había perdido importancia alguna ni dentro ni fuera de la casa; al contrario, el matrimonio se la había dado grande, y había contribuido no poco a que saliese elegido diputado y a que gozase de respeto y consideración universales.
Y estas cartas, garrapateadas por la sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron por obsesionarle, por obligarle a marchar al distrito. Había que verles después de la paella, hablando en un rincón del huerto; el diputado, obsequioso y amable. Bolsón, cejijunto y malhumorado.
Me consta, amigo mío repuso el ministro sonriendo, quizás sin segunda intención. Y nuestro diputado bajó las escaleras echando chispas. Se le figuraba que tardaba demasiado en llegar a su casa para cerrar las puertas de ella al diplomático de pega.
Día memorable fue para Juan Pablo aquel en que tropezó con un cierto amigote de la infancia, camarada suyo en San Isidro. El amigo era diputado de los que llamaban cimbros, y Juan Pablo, que era hombre de mucha labia, le encareció tanto su aburrimiento de la vida comercial y lo bien dispuesto que estaba para la administrativa, que el otro se lo creyó, y hágote empleado.
Fué virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo.
Lo sabía todo, sentía como nadie el misterio de las ocultas fuerzas de la Naturaleza, y cantó la primavera como un dios. Hans me lo dijo muchas veces y es verdad. Y añadió sin volver la cabeza, con la voz vaga de una sonámbula. Rafael, usted no conoce La Walkyria, ¿verdad?; no ha oído el canto de la primavera. No; el diputado no sabía lo que le preguntaban.
Por lo demás, hacía ya tiempo que era moderado, y de los más intransigentes; había sido gobernador en varias provincias y diputado en dos legislaturas. Desde algunos años antes, los niños a cuya protección había dedicado tantos desvelos yacían abandonados a sus propias fuerzas, lo mismo que los negritos.
Don Jaime, después de la visita a todos los lugares, iba a pasar otros tres días en aquel pueblo. ¿Incurriría doña Luz en la debilidad de prendarse algo, de inclinarse un poco, y en balde, al diputado? Sólo de imaginarlo, de presentar en su mente la remota hipótesis, doña Luz se ponía encendida como la grana y se llenaba de vergüenza como si la ultrajasen con el desprecio.
Y lo creía tanto, que, días después de elegido, se indignaba, con la mejor buena fe, al hablar de las coacciones ejercidas contra él por el pobre candidato de oposición durante las elecciones. ¿Qué más podía pedirse a don Simón?... Estaba en perfecto carácter de diputado independiente. A todo esto, doña Juana estaba como niño con zapatos nuevos.
Palabra del Dia
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