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Juanito sonreía, acariciándose el bigote. Era su gesto favorito, y levantaba con satisfacción la manga, adornada con galones de sargento. No era un cadete cualquiera: era un «galonista», y esto, aunque fuese poca cosa para el que sueña con el generalato, siempre resultaba un paso adelante... No, no iba a los toros; era un aficionado de verdad, pero se sacrificaba por hablar toda una tarde con la novia a la puerta de su casa, en el silencio de las Claverías. La abuela había bajado al jardín, y el Azul de la Virgen no tardaría en salir, dejándole el campo libre, como si no se enterase de nada. ¡La gran tarde, amigo Gabriel!

Uno de esos sueños se repetía frecuentemente: estaba en su presencia, sentía el corazón palpitarle, las manos le temblaban, y no podía pronunciar una palabra, y ella, después de haber esperado en vano sus palabras, se alejaba, se desvanecía, dejándole inmóvil, petrificado. Esa angustiosa incapacidad para todo, lo dominaba aun despierto, le impedía correr a buscarla.

La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no tomar muletas, en vez de tomar las armas.

Sabía de buena tinta que la traviesa Amparito había tronado con el artillero; consideraba además como de muy buen signo que doña Manuela hubiese invitado a su familia, desechando la anterior frialdad; pero a pesar de esto, el bebé le había recibido con una sonrisa maligna, burlona, y antes de que hablara, se agarró del brazo de sus amigas, dejándole con la palabra en la boca.

El más cercano le tenía á su lado en público; salió con él por el camino al marchar hacia la Fere, y dejándole en Chauny encomendó mucho á Villeroy cuidase de su persona, acompañándole cuando hubiera de ir á San Quintín, «porque no podía pasarse sin su compañíaTodo esto era altamente honorífico sin duda; mas no lo que esperaba el Sr.

... Voy a tomar una taza de te. Te acompaño. No, no; vuelvo en seguida. Y corrió, dejándole plantado cerca de la puerta. Bajó las escaleras. Se encontró en la calle sin darse cuenta de lo que hacía. El aire frío de la noche le refrescó la cabeza y le hizo volver en su acuerdo. Súbitamente tomó la resolución de partir a Tejada. Buscó con la vista el coche y no le vió.

Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba a pensar que había sido injusta con el Provisor pensando de él tan mal y dejándole huir desesperado con aquellas sospechas que llevaba clavadas en el corazón como un dardo envenenado. «¿Por qué ella no había sentido más aquel desengaño, aquella profanación de una amistad pura, desinteresada, ideal?

Heredó Tablas su mal; pero por aquel don de inmunidad que acompaña, según un viejo refrán, a la mala hierba, el animal venció a la epidemia asiática, o esta quizás asustose de él, dejándole libre, aunque muy bien recomendado a un cáncer que le tomó por su cuenta algunos años adelante.

No podía ser sino Dios quien lanzaba por su intermedio ese anuncio, esa agnición, esa amenaza tremenda, buscando salvarle; no podía ser sino el soplo divino lo que había rasgado de arriba abajo su embozo de soberbia, dejándole desnudo y enmudecido, a imagen del primer hombre después de su falta.

Esto lo decía Luisa, subida en una silla, de espaldas á Montiño, clavando clavos en la pared y dejándole ver el pie más pequeño y el principio de unas piernas lo más bonito que podía darse.