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Con suave arrullo o con feroz empuje, como la lira acaso del poeta, el mar, o canta o ruje, y en su canción o en su rugido inquieta finge la mente del absorto vate recuerdos de un ayer que va pasando, de su lira en las cuerdas evocando los "gritos del combate".

Aquellas prendas se depositaban en una alcoba donde había una cama de excusa, pero sin colchón ni ropa; con las cuerdas al aire. Aquél era el vestuario de los actores y actrices de charadas. Se vestían todos juntos porque todo se ponía sobre el propio traje. Además Visita no alumbraba el cuarto, ¿para qué?

Llevaban también palas, azadas, cuerdas y otros útiles para abrirse paso donde no le hubiera descubierto, o mandar algún auxilio desde arriba adonde no pudiera bajar un hombre por sus pies; no se les olvidaría el aguardiente ni algo de alimento sólido, ni de ropa seca si la había a mano... ni un poco de botiquín, puesto que iba el médico; porque había que pensar en todo.

Yo mismo, por último, he celebrado, no poco de lo exótico e importado de Francia que hay en Rubén Darío, sosteniendo que cuando este poeta atina en la elección de lo que toma, lo reviste de la forma conveniente, lo expresa en su idioma castizo y lo adapta como importa adaptarlo, lejos de menoscabar, enriquece la lira castellana con cuerdas nuevas y con tonos que tienen algo de inauditos.

Arriba, en el vestíbulo, nadie: muebles por todos lados, rollos de alfombra y de cuerdas, espejos arrimados a la pared; algunas plantas, maltratadas, tristes en medio del desorden: las puertas abiertas, mostrando el piso desnudo de las habitaciones... el sol, a través de la vidriera, pintaba preciosos cuadritos de color sobre las losas de mármol... allá dentro, se oía mucho bregar y voces y el canto alegre de un canario.

Una mesa que no los tenía completos, sostenía apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera. Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra, de la cual habían huido á toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que sabía desde muy niño.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

El sol comenzó a abandonar las olas y a subir en el cielo claro y limpio, ahuyentando la bruma; las velas se teñían por el rojo sol naciente y se hinchaban cada vez más. El patrón hablaba a sus hombres y les ordenaba tirar de las cuerdas para recoger las velas de cuando en cuando. El grumetillo cantaba a proa una canción vascongada.

Y sus difuntos untados de harina de trigo, su comendador filtrándose por una puerta atada con cuerdas, su infierno de espíritu de vino y su apoteosis de papel de forro de baúles, le impresionaron de tal modo que aquella noche no pudo dormir. En la sala pasaba, poco más o menos, lo mismo que en los más suntuosos teatros de la Corte.

Mi dulce musa, que el dolor inspira, hoy entona canción de amargo acento y pulsando las cuerdas de la lira triste responde al nacional lamento, lamento por los aires repetido que es a la vez plegaria y es gemido. De España en el pendón, siempre glorioso, miro negros crespones, fúnebres galas de terrible luto; por eso entono triste mis canciones, por eso rindo amante mi tributo.