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A no me apura una broma de ese género dije sosegándome y un poco acortado. Pero se trata de una monja, y ya comprenderá usted que los que tenemos creencias no podemos tolerarlo. Sería feo y repugnante hablar de una religiosa como de una mujer cualquiera.

Famoso y tradicional es que los extranjeros que por primera vez nos visitan, ya por costumbre, ya porque no pueden resistir la seducción, ó porque tienen efectivamente gusto en ello, buscan en Andalucía más que otra cosa con curiosidad las costumbres y tipos populares, de los que tienen la mayoría las más absurdas creencias; y en este punto puede decirse que el grave político francés perdió toda su gravedad y se propuso en Sevilla echar una cana al aire, como suele decirse, y correr su juerguecita, creyendo que aquellas calaveradas no habían ciertamente de tener resonancia ni pasar á conocimiento de las generaciones siguientes.

A los cincuenta había vuelto, sin instrucción, sin creencias religiosas y sin salud, pero con treinta o cuarenta mil duros, ganados en el fondo de una bodega vendiendo arroz y tasajo para los negros.

El padre carecía de creencias, tal vez a consecuencia de su simpatía hacia aquel partido progresista que siempre mintió respeto a la religión, sin ocultar mala voluntad al clero; Leocadia y doña Manuela eran mujeres mal dirigidas, o mejor dicho, descuidadas.

Es que Lamennais formó una escuela política y religiosa, cuyos discípulos le contemplan todavia como una especie de apóstol inspirado, que ha predicado al mundo la santa doctrina de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la perfectibilidad humana, deducida de la ley de amor que formaba el fondo de sus creencias.

Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Aunque en Susa y en todo el imperio de los medos, con los reinos tributarios, había hombres de otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos.

, pobre niño, ¿qué puedes saber?... ¿qué convicciones puedes tener? No sabes otra cosa más que las falsedades leídas en cuatro libros que debieran arder en llamas alimentadas con los huesos de sus autores. A cada palabra se hundía más Lázaro. ¿Será posible dijo con desconsuelo, que usted me pueda arrancar mis creencias, que yo he alimentado con tanto cariño y que me dan la vida?

Para gustar de un autor no es menester coincidir con él en opiniones y creencias, ni mucho menos dejarse convencer por sus razonamientos. A menudo suele sucederme lo contrario, y así me sucede con el libro de D. Pompeyo Gener. Mucho tengo que aplaudir en dicho libro, y muy poco de lo que dice me convence, aunque aplaudo el entusiasmo, el saber y él ingenio con que lo dice.

La mujer no entiende, ni quiere entender, tan enrevesados tiquismíquis, y sigue apegada a sus antiguas creencias. Ellas son el bálsamo para todas las heridas de su corazón: ellas le llenan de esperanzas inmarcesibles; ellas abren en su ardiente imaginación horizontes infinitos, dorados por la luz divina de un sol de amor y de gloria.