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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Y al oir el grito de ¡vivan los novios! que repetía sin cesar el cortejo nupcial, sus cándidas mejillas se coloreaban, sus labios de coral se dilataban con sonrisa dulce murmurando: «¡Una boda!» y tornaba al lecho y se dormía soñando escenas de felicidad que el cielo bendice.

Mientras yo me entregaba a estas reflexiones, el cortejo había llegado al cementerio donde Cornelia debía ser depositada, y allí, los pesares que ella inspiraba, estallaron con mayor amargura.

, amigo mío, Quimper, Quimper, Corentin, nada menos... Es usted mi pupilo, mi amigo, y esto equivale a un parentesco... Y hará usted mejor figura que yo al frente del cortejo... Estoy a las órdenes de usted. Otra cosa.

Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla. A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las necrologías de los periódicos.

Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me recordaba toda mi niñez, viendo en el altar a un sacerdote digno y virtuoso, aspirando el perfume de una religión pura y buena, juzgué digno aquel lugar de la Divinidad; el recuerdo de la infancia volvió a mi memoria con su dulcísimo prestigio, y con su cortejo de sentimientos inocentes; mi espíritu desplegó sus alas en las regiones místicas de la oración, y oré, como cuando era niño.

Si usted alega una ley, yo alego otra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venido espontáneamente y por su propia voluntad, no seducida por un cortejo, sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente y cariñosa.

Veré pasar en juvenil cortejo tantos dichosos que envidiar debiera, y hallaré en su alegría algun reflejo del tiempo en que tambien dichoso era... ¿Envidiarlos?... ¿Por qué? ¡Yo me divierto ahogando en sus murmullos mi agonía... ¡Si aunque ellos la perdieran, de cierto que para su dicha no sería! ¡Se van! ¡Qué triste me quedo!

Le amortajó, fue tras el féretro hasta la puerta de la escalera, y en seguida, sin que parientes ni amigos pudiesen contenerla, corrió al gabinete, y pegando el rostro al vidrio del balcón, vio ponerse en marcha el cortejo fúnebre, desplomándose sobre la alfombra, rendida a la pesadumbre del dolor cuando dobló la esquina el carro mortuorio. Y al volver en , ¡qué horrible le pareció la soledad!

Deliberaban los solicitantes para el buen orden del cortejo, y uno tras otro iban a sentarse al lado de la atlota hablando con ella los minutos marcados. Si alguno, enardecido por la conversación, se olvidaba de los compañeros, dejando pasar el tiempo, éstos se lo advertían con toses, miradas furiosas y palabras de amenaza.

Como una ola de admiración precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba». No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en otra cosa.

Palabra del Dia

ciencuenta

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