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Sus miembros eran invariablemente Visita y un primo suyo. Visita, por economía, y porque le daban asco el pastelero y el confitero, fabricaba por su cuenta, y bajo su dirección, los hojaldres, los almíbares, todo lo que podía hacerse en su cocina. Después resultaba que en su cocina no se podía hacer nada. ¡El pícaro humo! El casero, que no ensanchaba el horno... ¡diablos coronados!

Como para burlarse de su propia incuria, los nimeses han erigido en una de sus plazas, la más árida y llena de polvo, un grupo magnífico de ríos adornados con tridentes y arroyuelos coronados de nenúfares; pero, á pesar de ese fausto escultural, el único recurso es siempre la fuente venerada, hermosa y pura como en los días en que sus antepasados los galos construyeron la primera cabaña al borde mismo de sus aguas.

Los ojos orgullosos, coronados de espesas cejas, estaban como incrustados en una frente estrecha y altanera. La boca era fina, sinuosa y como contraída con desagrado. La barbilla puntiaguda indicaba á su pesar tendencias autoritarias llevadas hasta la tiranía.

En todas las ceremonias de la coronacion se el entusiasmo por la caballería, por que habia cundido como un axioma el principio que ya sentó el Rey D. Alonso el Sabio en una de sus leyes en la que dice: é tanto encarecieron los antiguos la órden de caballería, que tuvieron que los emperadores e los reyes non deben ser consagrados ni coronados fasta que caballeros fuesen.

La blancura de la iglesia, enjalbegada de cal, con sus arcadas frescas y sus ribazos de piedra seca coronados de nopales, hacía pensar en una mezquita africana. Tenía más de fortaleza que de templo. Sus tejados estaban ocultos por el borde superior de los muros, especie de reducto sobre el cual habían asomado muchas veces escopetas y trabucos.

Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores.

Hemos venido con los cuatro rizos, y aínda hubimos de arriar la vela al pasar La Bensa. ¡Qué noche fiera! No se ve ni una estrella. ¡Ni hace falta! Si fueseis gente de mar, os gustaría este tiempo bravo. ¡Es mucho tiempo! Siempre preferible a la calma. Han llegado al atracadero donde se abriga la barca. Grandes peñascales coronados por las ruinas de un castillo.

Y por en medio y encima de todo eso, se abre un cielo esplendoroso, y á lo léjos, al oriente, se alcanza á ver, sobre un enjambre de colosos de granito coronados de hielo, la cúpula del Monte-Blanco, digno baluarte de dos grandes naciones, Italia y Francia, soberana de aquel mundo de magníficos horrores que llaman los Alpes!

En fuerza de importunar a los amigos que tenía en los periódicos de Madrid, había podido conseguir un billete de favor, un pasaje de primera clase pagando lo que pagaban los de tercera. En justicia yo debía ir abajo comiendo rancho con ese rebaño de judíos y cristianos, rusos, alemanes, turcos, españoles y... ¡demonios coronados!, pues aquí vienen gentes de todos los países.

Consta de diez y seis arcos, volteados sobre pilares que fortalecen robustos estribos cilíndricos coronados de chapiteles semicónicos. A modo de cabeza de puente se eleva en su estremo opuesto á la ciudad una fortaleza con su barbacana, una verdadera Calahorra, que el vulgo, aficionado á estropearlo todo, llama la Carraola.