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Sus ojos fulminaban rayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el cortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia, señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo: Vámonos de aquí.

Es la única ciudad del mundo en que he visto esa vigilante tutela de la autoridad sobre los débiles y los enfermos. ¿Quién no recuerda las angustias de las madres, teniendo a sus hijos convulsivamente de la mano y tratando de salvar estos torrentes de Oxford-Street, de la City, de los bulevares, de la plaza de la Opera o de la avenida de los Campos Elíseos?

Me lancé hacia ella y lloré sobre su hombro, apretando convulsivamente el plato con la mano izquierda. ¿Qué tienes, querida? me preguntó acariciándome. En toda la casa eras la única que conservabas tu buen humor, y ahora... Me armé de valor y, acercándola a la luz, le mostré el plato.

La imaginación tiraba de él con la pesadumbre de una bala de artillería. ¡Tío... tío! Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda y sonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba el agua con su sombra de ébano. Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación.

Entonces pasó una cosa singular: cuando la sastra se acercaba á la puerta, Batilo, el perro misántropo, que en aquella mansión había olvidado los hábitos propios de su raza, corrió tras ella, se agitó convulsivamente como quien hace un gran esfuerzo, y ladró, ladró como un mastín ante un salteador; persiguió á la mujer dando agudos aullidos, y hasta llegó á pillarle entre sus inofensivos dientes el traje y el mantón.

Ya ven, señores... toda una catástrofe... Durante un segundo, me quedé como aplastado por el golpe; pero inmediatamente tomé al joven por el cuello: ¡Alto, hijo mío! dije, ¡basta de farsas! Y, asiéndolo siempre por el cuello, lo llevo otra vez a su sitio; después, cierro las puertas y levanto a mi mujer, que solloza convulsivamente, tendida sobre el piso.

La multitud llegó cerca del muro, y allí, junto a la palmera, encontró a la monja, siempre arrodillada, siempre inmóvil y con las manos juntas. Aquellos gritos desordenados la sacaron del paroxismo en que estaba abismada; bajó los ojos, vio sangre aún reciente en el suelo y sonrió. Pero sus labios estaban tan convulsivamente apretados, que aquella sonrisa resultaba atroz.

Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la pobre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche había gravitado sobre su existencia con un peso de muchos años. Toda su energía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor... señor!», gimió convulsivamente. Y se arrojó en sus brazos derramando lágrimas.

Una jovencita de rostro exangüe que se transparentaba, como si fuese á dejar ver las oquedades y las aristas de su cráneo. Tosía convulsivamente, y entre tos y tos se llevaba á la boca un cigarrillo. En otra mesa vió á una mujer avejentada y de aspecto abyecto, que tal vez en su juventud había sido hermosa.

Los brazos que se juntaban indiferentes en torno de la dormida criatura, comenzaron a temblar y a estrecharla convulsivamente. Y después, con un impulso profundo, potente, prorrumpió en sollozos, y atrajo hacia su seno a la niña una y otra vez, como si quisiese sustituirla a la que allí había guardado en otro tiempo.