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Actualizado: 29 de julio de 2025
Sentía la necesidad de convencerse á sí misma de que aún guardaba su antiguo poder de seducción, trastornando la existencia del joven ingeniero... Y ahora debía sufrir cruelmente en su vanidad, al verse despreciada por el único hombre que había llegado á interesarle en este desierto. Robledo acabó por compadecer á la esposa de Torrebianca con una conmiseración algo despectiva.
Acudió luego á las súplicas, á los halagos, y obtuvo el mismo resultado. Una vez más tuvo ocasión de convencerse de la terquedad nativa de aquella mujer. Al fin la dejó marchar. Estaba cerrando la noche. La tienda se poblaba de sombras que luchaban con la escasa claridad que aún entraba por la puerta. Uceda metió la cabeza entre las manos y quedó meditando.
Esta envoltura había consumido el material de abrigo de tres regimientos. Vivía en una aparente libertad. Todos los pigmeos instalados en la Galería para su servicio procuraban evitarle molestias, y hasta pretendían adivinar sus deseos cuando estaba ausente el traductor. Pero le bastaba ir más allá de la puerta para convencerse de que sólo era un prisionero.
Vuestra excelencia ha podido convencerse por sí mismo de cuán urgentes son los reparos que el castillo de San Cristóbal necesita, especialmente hablándose de guerra con el emperador de Marruecos. Mi querido don Modesto contestó el duque , no me atrevo a responder del éxito de esa solicitud, más bien le aconsejaría que pusiera una cruz en las almenas del fuerte, como se pone sobre una sepultura.
¿Se ha convencido usted? me pregunta . Pues para que acabe usted de convencerse, me voy a jugar cien pesetas a una fila. Las perderé, ya lo sé, pero no importa... Como D. Salustiano, hay en San Sebastián infinidad de personas que se arruinan para demostrar que es imposible ganar a la ruleta. Porque, desde luego, D. Salustiano está firmemente persuadido de esta imposibilidad.
Se detuvo al notar que este jinete minúsculo, como si la hubiese reconocido, se echaba cuesta abajo, galopando hacia ella. Dejó de verlo algún tiempo y luego reapareció, considerablemente agrandado, en el borde de una hondonada próxima. Al convencerse de que era Watson, el primer impulso de ella fué huir.
Morir, sí; él había leído esto muchas veces en las novelas sin poder contener una sonrisa. Ahora ya no reía. Había pensado algunas noches, en la turbación del delirio, terminar aquel amor de un modo trágico. La sangre de su padre, violenta y avasalladora, hervía en él. Si llegaba a convencerse de que nunca sería suya, ¡matarla para que no fuese de nadie, y matarse él después!
¡Igual que le ocurrió á Gulliver! se dijo el ingeniero . Debo estar soñando, á pesar de que me creo despierto. Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aún perduraba en él la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó de las picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por sus miembros.
Basta, sin embargo, echar una ojeada sobre las obras de los dos escritores más célebres de su siglo, para convencerse de la falta de fundamento de tales sospechas, que argüirían celos ó envidia de cualquiera de ellos respecto del otro.
Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.
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