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Actualizado: 16 de junio de 2025


No vaciló un instante: su obligación era correr al lado de este hombre. Había reflexionado mucho en las últimas semanas. La guerra le había hecho meditar sobre el valor de la vida. Sus ojos contemplaban nuevos horizontes; nuestro destino no está en el placer y las satisfacciones egoístas: nos debemos al dolor y al sacrificio.

Con amorosa suavidad sacó de su cintura un cuchillo inglés adquirido en la época en que era patrón de barca: una hoja brillante que reproducía los rostros que la contemplaban, con punta aguda de estilete y filo de navaja de afeitar.

El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: se aferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, pero éste no decía una palabra más. Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga, mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y los contemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.

En una palabra, podían observarse en aquel espacio, no mayor que la palma de la mano, los aprestos militares de un ejército que se pone en marcha. Algunos labriegos, asomados a las ventanas, contemplaban el espectáculo; las mujeres sacaban la cabeza por los ventanillos de los graneros. Los posaderos llenaban las cantimploras en presencia del caporal schlague, que se hallaba de pie junto a ellos.

Era, pues, preciso operar a la vista de aquellos a quienes, más tarde o más temprano, había de llegar el turno. Cuanto hemos descrito sucedió en pocos instantes. Materne y sus hijos contemplaban tales escenas como se contemplan las cosas horribles, para saber lo que son; luego vieron en un rincón, a la izquierda, debajo del reloj antiguo de loza, un montón de brazos y piernas.

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.

El ruido de la Fontana resonaba como enjambre lejano: á los gritos se unían las palmadas, y una voz agitada y sonora se elevaba á ratos sobre aquella tempestad de entusiasmo. Lázaro vió en torno suyo á tres pilletes que le contemplaban con burla, y uno de ellos atisbaba una ocasión oportuna para quitarle el sombrero.

Os ruego ordenéis á los soldados que se tiendan sobre cubierta y permanezcan inmóviles, dijo el capitán. Dentro de pocos minutos estaremos salvados ó habrá llegado nuestra última hora. Arqueros y hombres de armas obedecieron prontamente. Golvín se aferró al timón y miró fijamente á proa, por debajo de la hinchada vela mayor. Los dos jefes, inmóviles á popa, contemplaban también la temida barra.

Luego de recorrer todos los pisos del castillo central, descendió la procesión al combés, instalándose junto a la piscina. Los emigrantes, acorralados en la proa tras una valla de cuerdas, contemplaban en silencio la grotesca ceremonia. Los balconajes del castillo central llenábanse de gentío.

El hambre diezmaba á los sitiados que se contemplaban unos á otros silenciosamente, y en sus rostros escuálidos se veia escrita la terrible sentencia: ó entregarse ó morir. Una mujer recorre las murallas. Que me sigan doce guerreros de vosotros, grita, y doce guerreros la siguen. Aquella mujer encuentra víveres en las ciudades de Arsi y de Troyes, y Meroveo no tomó á Paris. Pasan cuatro siglos.

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