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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Este pestañeó dos veces. El P. Irene que los vió comprendió que su causa estaba ya casi perdida: Simoun iba contra ella. Es una rebelion pacífica, una revolucion en papel sellado, añadió el P. Sibyla. ¿Revolucion, rebelion? preguntó el alto empleado mirando á unos y á otros como si nada comprendiese.
El candilejo, que sin duda era también poco amante de lo clásico y estaba empalagado de tanto endecasílabo, no quiso alumbrar más tiempo la plaza pública, y se apagó. Ramón cerró á obscuras su manuscrito; comprendió que lo mejor que podía hacer era imitar á sus amigos; bajó de la mesa, tomó la capa, se envolvió en ella, y tendióse de largo sobre el bendito suelo.
El primero no tiene relación ninguna con la pieza, que le sigue, ó si la tiene, es muy vaga; á menudo aparece un bufón rústico, que ruega al auditorio que asista atento á la representación, y al mismo tiempo refiere algún pasillo gracioso. El argumento hace una breve reseña de la acción, que ha de representarse. La loa, posterior, comprendió después á uno y otro.
Comprendió que su ídolo se hallaba bajo el influjo de uno de aquellos engreimientos en ella tan comunes, y se levantó del banco resuelto á irse. Pero antes de llegar á la puerta salióle al encuentro la morenita del columpio, que estaba agradecida de su galantería. ¿Adónde tan solo, hijo? Pues á la calle, niña respondió Uceda haciendo esfuerzos por sonreir. ¿Cómo? ¿de marcha ya?
Sin embargo, observó que su tío miraba con frecuencia a las solapas de la levita y se las arreglaba con mano trémula: y como le conocía muy bien hacía tiempo, al instante comprendió que había motivo grave para aquel singular y repentino cambio de humor; el cuello de la levita no ajustaba bien; hacía un fuellecito por atrás siempre que bajaba la cabeza.
Su expresión de tristeza era tal, y le hacia tan raro, que el joven no pudo menos de preguntarle: ¿Qué tiene usted, don Gil? ¡Ay, don Lázaro, qué iniquidad! Se ha marchado. ¿Ve usted qué iniquidad? ¡Yo, que la quería tanto! ... Lázaro comprendió que doña Leoncia, el avecilla vizcaína, había volado. ¿Pero cómo ha sido eso? ¿Qué motivo...?
¿Cómo...? ¿Qué dices? respondió Clara aterrada al ver los ojos de su marido, pero sin comprender todavía. ¡Te pregunto qué es lo que me has echado en el te! gritó con más furor sacudiéndole el brazo y soltándolo después con un movimiento de repulsa que la hizo tambalearse. Clara comprendió al fin y llevándose las manos a los ojos exclamó con espanto: ¡Dios mío, qué horror!
Pero desde poco tiempo después que el señor Aliaga murió, visitó la casa asiduamente, sin dejar sospechar el sentimiento que le iba dominando y llevando a la perdición. Solía ir con su hijita mayor, esa... la que no te quiero nombrar. Cuando la viuda comprendió la pasión de su antiguo amigo, le cerró consternada las puertas de la casa. Ese mismo día, él se disparó un tiro en la boca.
Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba: «Insultándome, sí, sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre... ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice». Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo.
Pero fray Luis de Aliaga tenía el sentimiento de la virtud, la amaba y la practicaba. Comprendió que su suerte estaba decidida y la aceptó. No dió el escándalo de rebelarse contra ella. Tuvo bastante fuerza de voluntad para encerrar, para contener dentro de su alma sus pasiones, y que no se demostrasen en sus actos, ni saliesen siquiera á su semblante, ni á sus palabras.
Palabra del Dia
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