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Entre ambos promontorios, á ras del agua, venían á encontrarse las dos escolleras nuevas que cerraban el puerto, con dos torrecillas octógonas que flanqueaban la boca, rematadas por linternas de faro: la una de vidrios verdes, la otra de vidrios rojos. El coronel se dió un golpe en la frente y sonrió á su compatriota: ¡Ah, , ya recuerdo!... Dice que el Casino y el Museo forman un símbolo.

Es el mismo cachaco que decía, no en qué ocasión solemne en que había de celebrar algo grande: «¡Vamos a calaverear la república!»... ¿No os parece oír hablar a un compatriota? Luego, la sociabilidad, las mujeres... ¡Idénticas, mis amigos!

Pero quince minutos después me paseaba libre y sereno sobre la cubierta de popa, fumando y riendo, y luego, en asocio de un amigo y compatriota, hacia saltar el corcho de una botella de champaña para beber por la patria, diciéndome interiormente: «El hombre es el rey de la tierra, porque su fuerza es el espíritu y su cetro la voluntadEL OC

De repente, malheur me divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita: «¡Señor Montifiori, paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la comisaríaFigúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndido Prince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicerone!

Facundo reaparece después en Buenos Aires, donde en 1810 es enrolado como recluta en el regimiento de Arribeños que manda el general Ocampo, su compatriota, después presidente de Charcas.

Don Pedro frunció el entrecejo y miró sañudo á su compatriota, pero el príncipe inglés acogió aquellas palabras con aprobadora sonrisa. ¡Bien, Don Martín! exclamó, ¡digno es de vos ese arranque!

En vano le dirigía preguntas. La enlutada era muda y únicamente sabía mirarle con sus pupilas redondas y severas, mientras el niño continuaba su eterno llanto sin humedad y sin eco. «Hay en este asunto algo que no comprendo pensaba Rosalindo . ¿No le habrá entregado aquel amigazo el dinero que le diSe dedicó á averiguar el paradero de su compatriota.

Uno de los testigos, comerciante alemán, sentíase influenciado de pronto por la opinión de los más, y apelaba al buen sentido de aquel señor que hablaba en público con tanto éxito. «Señor Maltrana: ¿no era absurdo que dos hombres de bien como ellos se prestasen a esta niñada peligrosa?... ¿No estaban a tiempo para que los adversarios escuchasen una buena palabra?...» A él le obedecería su compatriota, representante de una casa honorable, que no podía comprometer su prestigio y sus muestrarios en locuras impropias de la seriedad comercial.

Treinta y ocho cadáveres al agua mientras ellos bailaban... ¡Qué cosa el mar, caballeros! ¡Qué secretos los suyos! Resignado de antemano a toda clase de emociones, hablaba tranquilamente del próximo fin de este compatriota. Podía haberse muerto la noche anterior, y lo habrían enterrado en Río Janeiro. Podía morirse tres días después, y le darían sepultura en Montevideo o Buenos Aires.

No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota. Es más: desde sus primeras conversaciones había adivinado que el profesor era de ideas opuestas á las suyas. «Un descreído de los que no tienen más Dios que la materia», se dijo. Pero añadió á guisa de consuelo: «Todos estos sabios son así: liberales é impíos. ¡Qué hacerle!...» En cuanto á su fama, la tenía por indiscutible.