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Una selva de escolleras madrepóricas que los zoófitos extienden cada vez más y que van gradualmente subiendo hasta la superficie del agua, y un caos de islotes y de islas que hacen dificilísima la navegación, hasta a los barcos de más pequeño calado: tal es el Estrecho. Además, los habitantes de aquella tierra tienen pésima fama.

Se agitaban vociferando alrededor de las escolleras; medían con sus azagayas la profundidad del agua, esperando encontrar bancos que llegaran hasta el junco, y disparaban sus bomerangs sin resultado alguno, porque aquellos proyectiles no llegaban a su destino, a causa de la distancia, que era de unos dos cables.

He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos. Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras. Estaremos atentos, Van-Horn.

Pues ha de ser forzosamente por medio de dos escolleras paralelas que arranquen en la misma barra y vengan a parar a Nieva. El agua, lo mismo en el flujo que en el reflujo, pasará entre ellas con mayor velocidad trabajando sobre el fondo hasta profundizarlo. Poco a poco el espacio comprendido entre el canal y las orillas irá quedando en seco y podrá sanearse fácilmente.

Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto. A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo, como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos. ¿Nada de nuevo, tío? preguntó Cornelio al Capitán.

En ninguna dirección se veía barco alguno, ni isla, ni islote. Sólo el atol y sus escolleras, extendiéndose unos tres cuartos de milla de Norte a Sur, sobresalían de las aguas. En cambio, abundaban los peces.

Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y verdaderas toneladas de olutarias habían pasado ya por las calderas. Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados. Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían dado siquiera señales de vida.

La bahía está llena de trépang, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil duros. En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó: ¡Abajo las anclas y las velas! En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el mismo grito de antes. ¡Cooo-mooo-eee! ¡Todavía! exclamó el Capitán . ¿Es una amenaza, o estos tunos tratan sólo de asustar a mis hombres?

¡Ahora lo comprendo! exclamó Van-Stael . El muy pillo, aprovechando la orgía de los chinos, cortó las cuerdas con los dientes y rompió las cadenas a hachazos para que el junco embarrancase en las escolleras de la bahía! ¿Y por qué no se mueve el barco si no está anclado? El reflujo ha debido llevarle fuera de la bahía. Tengo miedo de comprender tus palabras, Van-Horn. ¿Las comprendéis?

El chino disparó la lantaca sobre los salvajes, que avanzaban amenazadoramente dando saltos por las escolleras, para ponerse a tiro de sus azagayas y bomerangs. Casi al mismo tiempo, el junco, levantado por la marea, salía de su lecho de arena dando un fuerte bandazo. ¡Pronto, el ancla! gritó Van-Stael.