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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Guiñaba los ojos maliciosamente y reía como un fauno viejo, dándole con el codo a Rafael, que le escuchaba absorto. ¿Pero se queda aquí? preguntó el joven. ¿Acostumbrada a correr el mundo, le gusta este rincón? Nada se sabe de eso contestó don Andrés; ni el mismo Cupido pudo averiguarlo. Estará hasta que se canse. Y para aburrirse menos se ha traído la casa encima como el caracol.
Un retrato al óleo, de tamaño natural, llenaba todo un lado del despacho. El marqués aparecía en el lienzo de pie, vestido de frac, con todas sus condecoraciones, apoyando un codo en la chimenea de su salón y sosteniendo con la diestra mano su frente cejijunta cargada de pensamientos. Una obra maestra.
Juan le hizo muchas caricias, besos por aquí y allí, en el cuello y en las manos, en las orejas y en la coronilla; besos en un codo y en la barba, acompañados del lenguaje más finamente tierno que se podría imaginar. «No aguanto más, no puedo aguantar más» era lo único que ella decía con angustioso hipo, mojándole a él la cara y las manos con tanta y tanta lágrima. No podía tener consuelo.
Después de cambiar algunas palabras con el gañán, que era un mocetón formidable... así como de tres cuartas de alto y de diez años de edad... dirigiose a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos.
Está bien, mi general. Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por la puerta del despacho, el brigadier volvió a llamarle. Oiga usted, Ramírez, ¿cómo le he dicho que trajese a los presos? Amarrados codo con codo, mi general. Perfectamente. Vaya usted con Dios.
Y así fue. Desde las once de la noche una larga fila de coches iba poco a poco dejando en el vestíbulo del palacio centenares de convidados; las damas, envueltas en riquísimos abrigos, bajaban de sus berlinas y sus clárens, dejando ver pies coquetamente calzados que se apoyaban un momento en el estribo, mientras con la mano, enguantada hasta el codo, recogían la larga cola ornada de valiosos encajes; los lacayos recibían órdenes de volver a la madrugada; los mirones y curiosos, estacionados en la acera opuesta, contemplaban aquellas grandezas haciendo comentarios, sugeridos por la hermosura de las mujeres o la envidia de las riquezas; los salones se iban llenando, y el calor que la aglomeración y las luces engendraban iba animando y coloreando los rostros.
El hace una seña. ¿Mucho?... Di, ¿mucho? ¡Mucho! Ella respira profundamente; después ríe, ríe satisfecha. La bella molinera causa sensación en la multitud. Los propietarios forasteros se detienen a contemplarla; los burgueses se dan con el codo a hurtadillas; los jóvenes de la aldea la saludan con cortedad. A su aparición se oye un prolongado murmullo en los grupos.
El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase. Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo: Aunque yo no soy un penitente que vengo á confesarme, exijo el mismo sigilo que si estuviese en el confesonario. El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de afirmación.
Volvió la cabeza y vio allá en un rincón a Josefina de rodillas y amarrada codo con codo al tocador, de tal suerte que le sería imposible levantarse sin alzar el pesado mueble, cosa muy superior a sus fuerzas. Amalia se apresuró a dar una explicación. Esta chiquilla se está haciendo tan mala, que me veo precisada a atarla para que se esté quieta.
Me levanté, apoyándome en el codo, y sorprendida separé los cabellos que me caían sobre la cara, para ver mejor a mi prima. Desde aquel instante, Blanca se vino a bajo, para mi, de las nubes olímpicas en que la había colocado, y descubrí bajo aquel cuerpo de Juno, una niña que no volvería jamás a intimidarme.
Palabra del Dia
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