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Actualizado: 25 de julio de 2025
Si usted hubiera sido un igual mío nos hubiéramos visto las caras... Pero si yo me hubiera metido con usted, no faltaría quien me rompiese la cabeza, y sobre eso iría a la cárcel... Y sin embargo prosiguió después de un momento de silencio con acento más ronco, si yo ahora me volviese de repente loco, señorito... ¡adiós caballos y coches! ¡adiós bailes! ¡adiós Valentina!... Con sólo empujar un poco la navaja ¡pif! todo había concluído para siempre...
Después de salir del Imperio, nos paramos en la plaza Leicester para subir a los coches que habíamos tomado, cuando oí al italiano que le decía a Blair en su idioma: «No me gusta ese amigo vuestro, ese que se llama Greenwood. Es demasiado curioso e inquisitivo.» Mi amigo se rió al oír esto, y le contestó: «Ah, caro mío, no lo conocéis.
Alguna gente comenzaba a dejar la romería, cuando ésta fué violentamente conmovida por el escape de seis u ocho coches que llegaban de Lancia a la carrera. Era el duque de Tomos con su séquito. En una carretela abierta venía él con su secretario y el gran patricio don Rosendo. En el coche de éste venían don Rufo, Alvaro Peña y dos señores de Lancia.
La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes.
Un criado le invitó a entrar en el ascensor, conduciéndolo a un saloncillo del primer piso, al través de cuyos balcones veíase la Puerta del Sol, obscura, con los techos de las casas negros, las aceras invisibles bajo las encontradas corrientes de los paraguas, y la plaza de luciente asfalto surcada por coches veloces, a los que parecía fustigar la lluvia, o por tranvías que se cruzaban en todas direcciones con un incesante campaneo que avisaba a los transeúntes, sordos bajo el abrigo de las cúpulas de tela.
Creía que era su padre que venía a recogerla a bofetadas y a puntapiés como solía. Dime, hija mía... ¿has visto pasar dos coches? ¿Para dónde? contestó ella poniéndose en pie. Para arriba... uno con dos caballos y otro con cuatro con cascabeles... hace poco....
En el centro iba D. Carlos con su Estado Mayor de clérigos y generales, y a la cola algunos carros con vituallas y coches con damas y palaciegos de la corte que empezaba a formarse. El reino apócrifo no se habría creído con visos de verdadero, si no tuviera su cola de rabillos de lagartija.
Tengo buena memoria, de todo me acuerdo, pero me parece que veo las cosas de ese tiempo como entre sombras, como en el fondo de una calle obscura.... ¡Hace ya tantos años! Recuerdo que vivíamos en una ciudad muy grande, no sé si en Puebla o en México. Acaso en México, porque los edificios eran hermosos y altos, y veía yo desde el balcón muchos coches que iban y venían.
El río arrastraba sus olas amarillentas entre las carenas negras de los navíos y por el puente de Londres rodaban en incesante desfile los coches y los ómnibus. En lo alto de la ribera se levantaba la Torre alta y misteriosa y la entrada de los docks De Santa Catalina mostraba su amontonamiento de mercancías.
Sus coches les dejaron á la entrada de la plaza de Kiapò. La noche era hermosa y la plaza ofrecía un aspecto animadísimo. Aprovechando la frescura de la brisa y la espléndida luna de Enero, la gente llenaba la feria para ver, ser vista y distraerse. Las músicas de los cosmoramas y las luces de los faroles comunicaban la animacion y la alegría á todos.
Palabra del Dia
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