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Actualizado: 16 de julio de 2025
Don Andrés y los amigos del casino le preguntaban cuándo sería la boda; su madre hablaba en presencia de los chicos de las grandes trasformaciones que se tendrían que hacer en la casa. Ella, con las criadas abajo, y todo el primer piso para el matrimonio, con habitaciones nuevas que habían de ser asombro de la ciudad, y para cuyo adorno vendrían los mejores decoradores de Valencia.
Maltrana, en estas noches de silenciosa y reconcentrada hambre, veía entrar, como mensajeros de alegría, a ciertos correligionarios de fuera de Madrid, ganosos de dejar buen recuerdo en la redacción. ¡A ver! Que traigan café para los chicos... y todo lo que quieran.
Cobo Ramírez, acercándose al grupo, les gritó: ¿Sabéis lo que pareceis, chicos? Viajantes de comercio en el soto de Migascalientes. Este parecido debió de llegarles a lo más vivo del alma. El baile perdió su encanto para aquellos jóvenes ilustres, y no tardó en extinguirse.
Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas.
Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Ido volvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio de aplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataque pasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allí habían dejado los chicos, y empujándole por la espalda... «Ya puedes escabecharnos le dijo , anda, anda; estamos allí, en el camarín, tan agasajaditos... Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo...».
En los comercios para pobres, que ocupan casi toda la calle de la Ruda, también tenía buenas amistades y relaciones, y con poquísimo dinero, o sin ninguno a veces, tomando al fiado, adquiría huevos chicos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o lentejas, azúcar morena de restos de almacén, y diversas porquerías que presentaba a la señora como artículo de mediana clase.
A los pocos días de entrar en la escuela entablé amistad con dos chicos que han seguido siendo amigos míos hasta ahora: el uno, José Mari Recalde; el otro, Domingo Zelayeta. José Mari era hijo de Juan Recalde, el Bravo. Llamaban así a su padre por haber demostrado, repetidas veces, un valor extraordinario; José Mari iba por el mismo camino: se mostraba arrojado y valiente.
Todos volvieron a su trabajo, y la sangre de Tono desapareció en las entrañas de la pasta, vuelta a sobar. El mocetón mostrábase benévolo, con una bondad que daba frío. No había ocurrido nada: una broma de las que se ven todos los días. Cosas de chicos, que los hombres deben perdonar. Y era sabido... ¡entre compañeros!...
Un enjambre de chicos rodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro; otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo la vigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrando equitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto.
Garrote vivía, aunque en estado deplorable, pues había llegado a servir de diversión a los chicos. Hallábase cerca de Elizondo en un caserío, al cual bajó desde los Alduides a mediados de Marzo.
Palabra del Dia
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