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Actualizado: 8 de julio de 2025


Juan José Castaño era tan hábil como su padre, y le superaba en inventiva y en asimilarse los descubrimientos y novedades del arte ortopédico.

Apareció en la puerta una enorme barba a la cual estaba pegado un hombre. De entre aquel enorme vellón castaño salió una voz seca y desabrida que dijo: El chocolate. En seguida, Sr. Zagarramurdi. Tome usted esta carta que han traído para el Sr. D. Carlos. ¿Qué tal está hoy? Mal respondió el de la barba dando media vuelta y desapareciendo por donde había venido.

Cuando se hablaba de esto, las dos lloraban, y, olvidando toda rencilla, confundían sus almas en un solo sentimiento. Miquis no vivía ya frente a la ortopedia, ni visitaba tan frecuentemente a sus buenos amigos; pero siempre que iba a casa de Castaño preguntaba con mucho interés por Isidora.

Ya ves que, por extenso... ¿eh? se pueden correr potros en él. De esto ya te enteraste anoche, pero no de los cuadros por falta de luz... ni del tillado de castaño negro con remiendos de cabretón. Mira qué puertas: de roble, con su cristalillo de a tercia en su correspondiente cuarterón. En cada tiempo su estilo.

Mirose mucho al espejo, embelesándose en su propia hermosura, de la cual muy pronto se había de congratular la marquesa como de cosa propia, y se dio algunos toques en el peinado. Uno de sus mayores encantos era la gracia con que compartía y derramaba su abundante cabello castaño alrededor de la frente, detrás de las orejas y sobre el cuello.

Empezó á subir por él lentamente, apoyándose en el quitasol que ya había cerrado. Cuando se sintió incapaz de seguir, buscó con la vista el castaño más grande y frondoso y fuése á sentar debajo de él. Dejó pasear su mirada serena por el hermoso panorama que tenía delante. El Lora, como una cinta de plata bruñida, desarrollábase á sus anchas por la parte llana.

Y echó a correr para dentro. «No vale, no vale, eso no vale gritó Isidora con afán . Mi hijo vendrá conmigo». A esto siguieron algunas lágrimas, y tomando entonces Castaño un tono conciliador, manifestó a la afligida madre que estando el niño en la ortopedia mejor que en ninguna parte, le dejase aquí.

EUMORFO. Eso mismo repito yo. ¿Cómo no te hundes en el centro de la tierra? CREMATURGO. ¡Inicua! Nos estabas engañando a todos. EUMORFO. Esto pasa de castaño oscuro. ¡Tres al mismo tiempo! CREMATURGO. ¿Qué puedes alegar en tu defensa? EUMORFO. Con razón enmudeces. ASCLEPIGENIA. Yo no enmudezco ni con razón ni sin ella.

Sobre ser inconveniente, es de mal gusto y hasta cruel, lo que hice. Procedí como un necio y me pesa de ello: créalo usted. Lucía, levantando el rostro, le miraba. El resplandor de la lumbre doraba su cabello castaño, y teñía de rosa toda su carne: brillábanle los ojos, que alzaba, obligada por la postura.

En el sillón más próximo a la chimenea estaba arrellanada la señora de la casa, mujer de unos cuarenta años, gruesa, facciones correctas, ojos negros, grandes y hermosos, pero sin luz, la tez blanca, los cabellos de un castaño claro excesivamente finos.

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