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Actualizado: 23 de junio de 2025
Las cabezas, harto calientes ya por el alcohol, después de aquel fugaz enfriamiento, se pusieron más fogosas. Vino el período de las canciones báquicas, desacordadas; las frases obscenas menudearon entre ellos y ellas. Un barbián salió a bailar el tango con Matilde la Serrana, mientras Concha les batía las palmas y cantaba con voz opaca de prostituta.
No había un solo plato que recordase el armónico curso de una comida ordinaria. El paladar influía en la imaginación, evocando recuerdos de remotos viajes, visiones de países antitéticos. Las confituras exóticas alternaban con los platos calientes: las pastelerías aderezadas con violentos perfumes eran servidas al mismo tiempo que ciertas salsas agrias, picantes ó de intensa amargura.
Los viajeros nos cuentan que esas aguas calientes edifican verdaderos palacios, ciudadelas y murallas de algunos kilómetros de longitud. Blancos como el alabastro, los pilares y basamentos crecen incesantemente por el depósito de las cascadas susurrantes que poco á poco ocupan la llanura.
Ni una persona, ni una brizna de hierba, ni un pájaro en la roca pelada, que a las horas de sol debía arder y reverberar como un paisaje infernal. Ahí sólo hay tiburones dijo un pasajero, como si hubiese vivido en la isla . Procrean en sus cuevas, y luego van a buscarse la comida por los mares calientes, hasta las costas del Brasil o las Antillas.
La madre Angustias les decía: "Ahora el ca ... ca ... tecismo. Madre Brí ... Brí ... Brígida, la que no lo sepa, al ca ... ca ... caramanchón." Y se marchaba á acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.
Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela. Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre. Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó á Perico Sardina el día de la merienda en Migas Calientes.
Pasábale las piezas al señor Manolo, y éste reía, con el goce brutal de la destrucción, ofreciendo a Maltrana los conejos para que los tentase. Aún estaban calientes: ¡cómo los dejaba la bicha al morderles!... Anunció el Chispas que ya no salían más; la madriguera estaba despoblada. El Mosco tiró de la cuerda y volvió a sonar el apagado cascabeleo.
Era Celso más bajo y más delgado que los otros, pero suelto y brioso y con un aire vivo y petulante que acusaba su estancia en tierras más calientes que la de Asturias.
Antagonismo de cabezas ligeras y corazones calientes, como fueron todos esos oficiales de la guerra de la Independencia, aristocráticos hasta la médula, desprendidos, generosos, con el sentimiento más que con la razón de la causa por que jugaban la vida, enardecidos por la lucha y siguiendo la bandera de su jefe con la ciega obstinación de un oficial de Wallenstein en la guerra de treinta años.
Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de que les hablaba.
Palabra del Dia
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