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Delante de un espejillo fementido peinó su cabellera soberbia; la cubrió después á medias con un pañuelo de seda azul, cuyos flecos le caían graciosamente por la frente: colgó de las orejas los pendientes de aljófar que su padre le había traído recientemente de Oviedo; ciñó su garganta con tres sartas de corales; apretó su talle con el justillo de cien flores y cordones de seda torzal; se puso el dengue de pana, la saya negra de estameña, la media blanca, el zapato de becerro fino... ¡Ea, ya está lista la zagala!

Pero que, si por el contrario, era yo un positivista convencido, creyendo en la evolución constante y por lo tanto en el encadenamiento de los seres organizados, tendría que ser lógico admitiendo que el negro, como el caballo, como el toro o las aves se encontraba a un nivel bien inferior al nuestro y podíamos, en consecuencia, utilizarlo legítimamente en la satisfacción de nuestras necesidades ¡Pero a eso paso, usted aceptaría hasta la práctica de comernos a los negros! ¡No, porque la carne de vaca es mejor y las vacas no pueden cortar la caña ni recoger el tabaco! ¡Aquel hombre era un socialista en absoluto y no caían de sus labios sino planes de reforma con vistas a la felicidad humana sobre la tierra!...

Aquella ruda faena embrutecía a Antonio, le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo. La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas. El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitas doradas por el sol de la tarde.

Empezaba a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado.

No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, el ruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquella noche, removía sobre la arena de los senderos. Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.

Pero Tránter, duelista experto, sabía que era imposible sostener dos minutos más aquel ataque violentísimo y fatigoso cual ninguno y que muy pronto cedería el nublado de golpes que caían sobre su espada con rapidez vertiginosa.

Hasta en las comedias famosas, esto es, las más célebres y bellas, incurren en singulares ridiculeces. Por ejemplo, cuando San Antonio decía la confesión, lo cual acontece frecuentemente, caían todos de rodillas, y se daban tales golpes de pecho, que parecía deseaban acabar con su vida

Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios... Dijo ¡ah!... y se quedó como una estatua. Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caían al suelo como pesas de plomo.

Hojas secas caían de cuando en cuando de las ramas al manantial; flotaban dando vueltas con lenta marcha, y, acercándose al cauce estrecho por donde el agua salía, se deslizaban rápidas, rectas, y desaparecían en la corriente, donde la superficie tersa se convertía en rizada plata.

Era el rostro como de marfil, tocado de manchas vinosas en el hueco de los ojos y en los labios, y las cejas parecían aún más finas, rasgueadas y negras de lo que eran en vida. Dos o tres moscas se habían posado sobre aquellas marchitas facciones. Segismundo sintió nuevamente deseos de besar a su amiga. ¿Qué le importaban a él las moscas? Era como cuando caían en la leche.