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Y tembló: formidable en su memoria se alzó horrible, cual lúgubre agonía, cual tremenda vision expiatoria, la infinita amargura de su historia, dolor tras de dolor, dia por dia. ¿Dónde estaban los lauros triunfadores que arrancó de las lides su pujanza? ¿Dónde sus horas plácidas de amores? ¿Dónde las tiernas, las fragantes flores, sér de su sér y luz de su esperanza?

Más abajito... más arribita... ahí... fuerte... ¡Ay, niña de mi vida, eres la gloria eterna!... ¡Qué dicha la mía en poseerte!... «Cuando estás malo es cuando me dices esas cosas... Ya me las pagarás todas juntas». , soy un pillo... Pégame. Toma, toma. Cómeme... , que te como, y te arranco un bocado... ¡Ay! ¡ay!, no tanto, caramba. ¡Si alguien nos viera!...

Se oyó el golpe del bastón de don Pablo en las losas del patio y sus pasos mesurados; Quilito se arrancó de los brazos de la tía y huyó por las habitaciones interiores, trepando la escalerilla de su cuarto, donde se encerró con doble vuelta. ¿Quién estaba en la sala, Casilda? preguntó don Pablo Aquiles deteniéndose junto al aljibe. Nadie contestó la señora, yo sola. ¿Así, de velo y mantón?

¡Ven ya, mi dulce amor! ¡Ven, que entre tanto lo admiro todo, pero... no me llena! ¡Vén a enjugar por fin mi acerbo llanto! Vén ¡la nostalgia el corazón me apena! Yo soy un sueño, un imposible, vano fantasma de niebla y luz; soy incorpórea, soy intangible; no puedo amarte. ¡Oh, ven, ven ! ¿Por qué tan lejos, mi bien, y de tan apartado, continuamente suspiros por de mi pecho arranco?

En la muchedumbre reinó por breves instantes silencio sepulcral; mas así que se cerró la portezuela, levantose nuevamente un insufrible clamoreo. El coche arrancó y emprendió la marcha lentamente; el piquete formó la escolta; los guardias procuraban hacer calle, dejando acercarse al carruaje solamente a los cofrades de la Paz y Caridad.

Entonces, aprovechando del vocerío que suscitaron aquellas palabras de don Enrique, un padre carmelita refirió en voz baja a Ramiro que, no hacía mucho, temiendo que se llevasen nuevamente de rondón el cuerpo milagroso, una hermana lega del convento de Alba de Tormes, en medio de una noche de tempestad, habíase dirigido al sepulcro de la madre Teresa, y descubriendo el cadáver, abriole el pecho con un filoso cuchillo, metió la mano por la herida y arrancó el corazón.

Se imaginaba la escena de violencias y crueles tormentos que Elena iba a sufrir, y su imaginación estaba tan impresionada por aquel doloroso espectáculo, que permaneció inmóvil y como petrificada delante del castillo: Una voz que pronunciaba su nombre le hizo alzar la cabeza y le arrancó un grito de alegría.

Pero María se irritó; quiso que fuesen más fuertes. No, así no; con más fuerza... Pero espera un instante; déjame quitar estas joyas, que son ridículas en este momento. Y velozmente sacó todas las sortijas de los dedos, se arrancó los pendientes de las orejas y depositó el puñado de oro y pedrería a los pies de Jesús.

Subieron ambos en el faetón, colocóse detrás el lacayito, empuñó Jacinto las riendas y al ligero latigazo, arrancó el alazán gallardamente. Y entonces, vínole a la memoria a Quilito la frase de su tía aquella mañana: ¡Por este camino, hijo mío, no llegarás a ser sino un segundo Agapo en la familia!

Con ademán febril le arrancó las disciplinas de la mano izquierda, se las puso en la derecha, le echó nuevamente los brazos al cuello, y, dándole un beso, le dijo muy quedo al oído en tono jovial: Has de dar fuerte, Genovita, porque así lo he prometido a Dios. Un violento temblor se apoderó de su cuerpo al decir estas palabras; pero un temblor delicioso que le penetró hasta los huesos.