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Pero él la ocultaba con astucia á la mirada de los hombres, y se movía entre vosotros con rostro apesadumbrado, como el de un hombre muy puro en un mundo tan pecador; y triste, porque echaba de menos sus compañeros celestiales.

Vió el asunto perdido, al menos por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio. Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado. Apenas se vió en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del zaguán y se lanzó á la calle, respirando con delicia el ambiente, como quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se hallaba sumergido.

A España llegó Martí, apesadumbrado, pobre, comido de pesar el corazón. A causa del grillete que había llevado se le formó un tumor del cual lo operaran dos veces y las dos sin éxito. Primeramente vivió en Madrid del escaso producto de unas clases que daba a los niños de don Leandro Álvarez Torrijo y a los de la Viuda del General Ravenet. Vivía, como es de suponerse, miserablemente.

Vimos a un hermano lego, viejo y apesadumbrado que, sentado en las gradas de la cruz blanca, lloraba unas veces por sus hermanos que se iban, y otras por el convento que se quedaba solo. «¿No viene su merced?», le preguntó un corista. «¿Y adónde he de ir? respondió Jamás he salido de estos muros, donde fui recogido niño y huérfano, por los padres.

Causóme lástima de veras el estado de este buen hombre, que no habia otro de mas razon, ni mas ingenuo; y me convencí de que eso mas era desdichado que mas entendimiento tenia, y era mas sensible. Aquel mismo dia visité á la vieja vecina suya, y le pregunté si se habia apesadumbrado alguna vez por no saber qué era su alma; y ni siquiera entendió mi pregunta.

Triste, apesadumbrado, como un náufrago que después de clamar en vano en la noche vacía y negra, arriba a playa desconocida, así llegó Martí nuevamente a New York. Pero tuvo un consuelo, una medicina que de los más graves males cura al hombre: las ternuras y cuida dos de su esposa que allí lo esperaba y los besos de su amado chiquitín, el hoy coronel de nuestro Ejército. Sacudió sus lágrimas calladas, escondió sus penas hondas, y comenzó a trabajar en la tierra hostil y ajena. El conocer a los hombres, tanto como los conocía, lo hizo superior a todas las pasiones: de ahí que pudo, entre gentes que miden, que desdeñan, que empujan, que desprecian, que viven con el apetito desmesuradamente abierto, pasear su amable cultura y oceánica bondad, y sacar a puerto y con honra, su divina existencia. Veamos cómo se abrió paso en el pueblo áspero y extraño. No era él de los soberbios que se impacientan porque no le conocen el talento, aprisa, ni de los pobres de espíritu que porque los visite el dolor, languidecen y desmayan o se despedazan el cráneo; sino de los de enérgica voluntad y firme intento: de los que vencen. Las alturas se han hecho para subirlas: en lo más elevado de ellas, crece, casi siempre, el laurel que da sombra a toda la vida.

Y él, lleno de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguió espiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, me sorprendió cuando don Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara y hasta la boca.

Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.

Desde mañana empezaré á ocuparme en los preparativos de mi vuelta á la corte. ¡Cómo! exclamó apesadumbrado don Silvestre. ¿Serás capaz de marcharte? Y lo más pronto que me sea posible. Ya sabes cuáles eran mis ilusiones al llegar á tu casa; ya viste hasta qué punto me aproveché de ellas, y también te son notorios los esfuerzos que he hecho por conjurar los tristes efectos de mi desengaño.

Esto me habría apesadumbrado, porque te llegué a tomar cariño. Aquí, en la casa, mis compañeras me gastaban bromas: «¡Ya está Leo escribiendo a su galán...!» «¡No le habléis...! ¡Es sagrado...!» ¡Y tenían razón! Te escribía todas las noches, después del yantar, y si me hubiesen molestado, me habría vuelto loca de rabia... No tengo por qué censurarla, señora.