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Actualizado: 29 de noviembre de 2025
Había una persona a la cual podía contar lo que sufría y lo dijo con tan sincero acento que casi llegó a imaginarse que él mismo creía en la sinceridad de su dolor. Sí dijo Antoñita, por lo mismo que he sospechado que estaba usted aquí entregado al dolor, he venido a suplicarle que venga a la sala. Iré. Deje usted solamente que se sequen mis lágrimas.
Entonces, Antoñita, he tenido ocasión de ver el maravilloso dominio que tiene ese hombre sobre su voluntad. Gracias a un vigoroso esfuerzo de esta facultad supo revestir su trastornada fisonomía con la expresión seria y grave que le es habitual. »Pero esa aparente calma va siendo más sombría cada vez.
Su amor a Magdalena era uno de esos amores fuertes que ocupan todo el lugar en la vida; pero cuanto más amase a Magdalena más imperioso es el deber que tiene de velar sobre su prima, sobre su hermana, porque así era, si mal no recuerdo, como Magdalena llamaba a nuestra querida Antoñita.
¿Qué tienes, hija mía? preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena. Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz contestó la joven. Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud.
¡Cómo! ¿Magdalena? exclamaron a un tiempo el doctor y Antoñita. Sí. En dos palabras van a conocer a ese hombre: Amaba a Magdalena; él mismo lo confesó y hasta me suplicó que la pidiese para él en matrimonio, precisamente el mismo, día en que acababa usted de concederme su mano. ¡Pues bien! hoy ama a Antoñita como había amado a Magdalena y como había amado a otras diez.
No juzguemos, pues, severamente a nadie, a fin de no serlo a nuestra vez; el destino es el que nos conduce y no nuestra voluntad. ¿De ese modo exclamó Amaury, me supone capaz de olvidar algún día a Magdalena? Antoñita palideció. Nada supongo, Amaury dijo el anciano meneando la cabeza; he vivido, he visto y sé.
Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porque le puedo anunciar que vivirá. »Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar ni pasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, ni siquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: me unía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morir también con ella.
¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias, Antoñita! Merced a usted mi partida será, si no menos triste, por lo menos más tranquila. La comida acabó sin que entre aquellas tres personas que tan oprimidos sentían sus corazones se pronunciase una palabra más. La emoción que embargaba sus almas hacía enmudecer sus labios.
Los dos jóvenes miraron instintivamente hacia el cementerio como queriendo pedir a aquella tumba el valor que les faltaba; pero ambos guardaron un religioso silencio. ¡Ea! dijo el doctor. Ya escucho. Comienza tú, Antoñita. ¡Pero, tío!... suplicó la joven con embarazo. Ya comprendo, Antoñita repuso Amaury, abandonando su asiento. Perdone usted; me retiro.
¿Así, pues, has sentido tú lo mismo que siento yo? Poco más o menos, sí; pero gracias a Dios yo he logrado dominarme, puesto que vengo a decirle: «Tío, los dos se aman con locura y es conveniente casarlos, porque separarlos sería la muerte de ambos.» El doctor movió la cabeza tristemente y sin despegar sus labios mostró a Antoñita las últimas líneas que acababa de trazar.
Palabra del Dia
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