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Risas, algazara, pataleos... Junto al niño cantor había otro ciego, viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo encasquetada y el cuerpo envuelto en capa parda con más remiendos que tela. Su risilla de suficiencia le denunciaba como autor de la celebrada estrofa. Era también maestro, padre quizás, del ciego chico y le estaba enseñando el oficio.

Por momentos me parecía que avanzaba sobre la bandada de rostros voladores, y luego retrocedían haciendo con alegre algazara movimientos de miedo, para esconderse después tras una nube, y hacerme desde allí guiños con sus ojuelos, y encantadoras muecas con sus bocas.

Los mozos del pueblo pinchaban a las fieras desde lugar seguro, y la gente buscaba motivo de diversión, más aún que en el toro, en los «toreros» venidos de Sevilla. Tendían éstos sus capas con las piernas temblorosas y el ánimo reconfortado por el peso del estómago. Revolcón, y grande algazara en el público.

De tiempo en tiempo distraen la atencion del viagero, que transita maravillado por aquella imponente soledad, los agudos chillidos de los monos de diversas especies, y la confusa algazara de la multitud de pájaros de variado plumaje: empero, el tránsito por este lugar suele ser sumamente incómodo, pues rara vez deja de llover en él con abundancia.

Esta mañana ha pasado por aquí y ha hecho la cuenta...» Y efectivamente, señores, me enseñaron el libro y estaba borrada la partida. ¡Ese! ¡ese que está ahí la ha mandao borrar! Las últimas palabras del viejo apenas pudieron oirse. Tal fué la algazara que había levantado su discurso. ¡Tío! ¡tío! exclamó Frasquito rojo de cólera. ¡No tenga usted tanta guasa!...

Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendo contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para qué decirlo.

Los carruajes mismos, parece que van contentos, y como de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una quietud magna y una alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos ¡qué ir a la puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela tarda! Los maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres queridas, la luz de la mañana!

Y la gente de á pie, desde la acera, hacía coro á aquellos diálogos batiendo las palmas, celebrando con igual algazara los requiebros picarescos de los mancebos que las respuestas saladas de las niñas. Cruzaban numerosas comparsas ataviadas con trajes originales, unas de majos, otras de trovadores, otras de frailes, etc., todas tocando y cantando muy concertadamente.

Desde la sala donde estaba la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían compañía oyeron espantosa algazara, que al través del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas, conturbándolas en su pena y devoto recogimiento.

Pero don Germán era enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada. Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara. Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados el maíz cocido, costumbre adquirida en América.