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Actualizado: 23 de junio de 2025
Más tarde me acometió el deseo vanidoso de distinguirme entre mis compañeros: llamé a tres o cuatro muchachos que me conocían por haber recibido el periódico de mis manos, y les ordené que gritaran: «El primer número de La Abeja, con la defensa de la política de Felipe II en los Países Bajos.» Contra lo que imaginaba, tampoco causó efecto el nuevo pregón: solamente advertí que un grupo de jóvenes venía riendo y soltando chistes groseros a propósito de los Países Bajos, lo que me obligó a revocar la orden.
Junto al hogar estaban el señor D'Orsel y un hombre joven aún, alto, bien parecido, ataviado irreprochablemente. Advertí las actitudes un poco lentas con que acompañaba sus palabras y la manera seria y graciosa con que de cuando en cuando volvía el rostro hacia Magdalena.
Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho.
Cerca de ella estaba el caballero que iba a ser su esposo. Entregado a tales fantasías, no advertí que los devotos se habían ido, hasta que el sacristán pasó cerca de mí, sacudiendo un manojo de llaves. Salí, y a poco estaba yo en la casa de don Román. El anciano se disponía a cenar. ¿Quieres chocolate? No es de lo mejor; pero te le ofrezco de buena voluntad. ¿Recibiste mi esquelita? No.
Yo detestaba los libros que se han creado para muestra de que no hay en todo el mundo dos hombres que piensen de la misma manera, y que nacieron en manos de un artesano, como en manos de un fraile la pólvora, otra especie de libro que habla más alto, pero que tampoco dice nada que no sea confusión. Lord Gray se expresaba con exaltado acento. Tomé su mano y advertí que quemaba.
El recibimiento que me hizo Mary borró todas mis inquietudes. Salí de casa de Recalde loco de contento. Al llegar a mi casa le dije a mi madre que me casaba con Mary; ella no replicó; mas al día siguiente me dijo que Mary era una buena muchacha, pero que podía haber hecho una boda mejor. Yo le advertí alegremente que no se trataba de hacer una buena boda, sino de ser feliz.
En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. ¿Qué tiene esto de refectorio de Jerónimos para que se críen aquí? Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me susté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición.
Un día de marzo, sábado por la tarde, de buen tiempo, fijamos para el domingo siguiente nuestra expedición. Yo advertí por la noche a mi madre que íbamos los amigos a Elguea, y que no volveríamos hasta la noche. El domingo, al amanecer, me levanté de la cama, me vestí y me dirigí de prisa hacia el pueblo. Recalde y Zelayeta me esperaban en el muelle.
El servicio de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones pasaban de los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante a la que había sacado la arena del fondo del buque. Los ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de almirante.
-Mancebito -dijo el uno- lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los dimoños! Con esto salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda.
Palabra del Dia
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