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Actualizado: 28 de julio de 2025


Esa fama goza repuso Castro un poco inquieto ya. Tiene muchos admiradores. ¿No es usted uno de los entusiastas? ¿Quién se lo ha dicho a usted? Nadie; lo supongo. Hace usted bien en suponerlo. Su tía es, a mi juicio, una de las señoras más hermosas y distinguidas de Madrid.... Vaya, hasta otro rato, Esperancita. Y le alargó la mano con un aire displicente que hirió a la niña.

Había pasado el domingo en una pequeña viña que tenía cerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas del período de la Revolución. Todos los admiradores habían acudido al enterarse del regreso de don Fernando.

Mujer de antiguo abolengo, la señora vizcondesa D'Ortlies valía por sus pretensiones tanto, cuando menos, como por su ilustre prosapia. Escribía libros que encontraban más admiradores que lectores.

Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota. Desgraciadamente, en la literatura española no hay más que genios.

Lo besa, juguetea con él como una gata, y al mismo tiempo se da el placer de seguir con el rabillo del ojo la impaciencia de sus admiradores, que se mantienen a distancia, ansiosos de juntarse con ella. ¡Criatura ingenua y refinada!... Pero fíjese, Fernando: usted, que me cree poca cosa, y no le falta razón, mire con qué impaciencia me aguardan mis admiradoras.

La Serpolette suspendió su charla, frunció las cejas, las levantó, abrió los labios y con la vivacidad de una parisienne dejó á sus admiradores y se lanzó como un torpedo contra nuestro crítico. Tiens, tiens, Toutou! mon lapin! exclamó cogiéndole del brazo al P. Irene y sacudiéndole alegremente mientras hacía vibrar el aire de notas argentinas. Chut, chut! dijo el P. Irene procurando esconderse.

Se iban cerrando sus ojos y dejaba caer pesadamente la cabeza sobre su hermano, el cual pretendía reanimarle con tremendos puñetazos en los ijares, dados en sordina por debajo de la mesa. Pimentó sonreía socarronamente ante este triunfo. Ya tenía uno en el suelo. Y discutía la cena con sus admiradores. Debía ser espléndida, sin miedo al gasto: de todos modos, él no había de pagarla.

Y así, Azorín y Sarrió, sin admiradores molestos, dan unas vueltas por una plaza, husmean las tiendas, compran unos periódicos, y acaban por sentarse en la terraza de un restaurant, bajo el cielo azul, frente al mar ancho.

No lo sienta usted, señora respondió Francisca con una vivacidad enteramente elástica, soy yo quien lo ha pedido... Pero ese señor ridículo que afirma que no se casa nadie con la mujer camarada, se engaña... Yo me casaré añadió con una expresión repentinamente endurecida, diga lo que quiera ese señor y sus admiradores...

Mostró el griego sus cartas, arrojándolas sobre el tapete. «OchoUn murmullo de aprobación se elevó en torno de la mesa. Los admiradores de su buena suerte se regocijaron como de un triunfo propio. Tomó las cartas del lado opuesto, que le ofrecía el croupier, y las mostró después de examinarlas rápidamente. Ahora el murmullo fué de asombro. ¡Ocho también! Iba á ganar.

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