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Rodeado de dos colegas y admiradores, les explicaba el plan de Villeneuve del modo siguiente: «Mr. Corneta ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es mandada por Álava, tiene siete navíos; el centro, que lleva siete y lo manda Mr.

Había tenido innumerables admiradores, algunos novios y casi ningún pretendiente.

Sus chistes brutales, lo mismo caían sobre los hombres que sobre las señoras. Gozaba en la ostentación bárbara de su fuerza. Si aquellos sus devotos admiradores se dejaban humillar tan pacientemente no dándoles nada, ¿qué no sucedería si repartiese entre ellos sus millones, si el becerro de oro comenzase a vomitar monedas?

Pensé en ser ladrón, pues contaba con buenas relaciones para emprender la carrera; pero soy cobarde; tampoco podía alquilar mis brazos como matachín, porque son débiles. Pero alquilé mi pluma y mi bilis, y tal fue mi desvergüenza, que hasta tengo admiradores.

También tenemos que hablar aquí de poetisas dramáticas, especialmente de la andaluza Ana Caro, y de la mejicana Juana Inés de la Cruz, llamadas ambas por sus admiradores las décimas musas. Consérvase de la primera una dramatización del romance caballeresco del conde Partinuplés, revelando una imaginación poco común.

Los admiradores se habían alejado de ella, puestos de acuerdo con maligna solidaridad. Estaban seguros de que al verse sola, en el aislamiento en que la habían dejado las mujeres por sus travesuras anteriores, volvería a buscarlos forzosamente, por tedio y ansia de diversión.

Como á Robledo no le interesaba la maligna conversación de las dos señoras, y menos aún el talento poético de la dueña de la casa, aprovechó un momento en que ésta le volvía la espalda para saludar á sus admiradores, y pasó al gabinete donde había estado antes.

Aunque conduciéndose muy bien las dos graciosas amigas, vivían en el gran mundo y eran muy rodeadas. Tan linda pareja, como decía la señora de Hermany, no podía dejar de llamar la atención de los admiradores. Los aficionados al baile, de París, poblaban la costa, desde Trouville hasta Cabourg.

Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados a la redonda, con la mandíbula entre las manos, a todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.

El rincón era un suave remanso melancólico en el triunfo de luz y de sonidos del loco París. A veces, con el hórrido tintero y la pluma oxidada, que manoseaba el vulgo más gárrulo, Verlaine escribía un poema de maravilla. Pocas veces podía pagar sus ajenjos. Cuando llegaban algunos admiradores, algunos amigos, el poeta, tristemente borracho, pedía dinero.