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Actualizado: 19 de julio de 2025


¡Rodolfo no irá! prosiguió la anciana. ¡Bueno es él para levantarse tan temprano! Si quisieras, Rorró, irías con nosotras.... Yo no pierdo nunca esas misas; me gustan mucho, mucho. Me parece que soy muchacha. El abuelito nos levantaba tempranito. Con él íbamos todos, menos Carmen, porque siempre fué muy floja. ¡Ya se ve! ¡Se acostaba a las mil y quinientas! ¿Vas con nosotras?

Estas las daban unos árboles plantados por el abuelito, quien trajo la simiente de las Antillas. Vinieron las escaseces, la pobreza y la miseria. La enferma iba de mal en peor. Las convulsiones eran diarias, y duraban dos o tres horas. El brazo izquierdo no le servía para nada; las piernas fueron debilitándose, y la buena señora no pudo caminar sin el auxilio de ajena mano.

Lo cierto es que mi abuelito el vizconde intervino graciosamente doña Inés debe haberse aburrido de lo lindo en su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan divertida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os distraíais recordando vuestras aventuras? A veces, cuando no flechaba el corazón de la respetable matrona que tenía en frente repuso Guy, aludiendo a doña Brianda.

Lo hombre han de zer hombre siempre. ¡Que lo diga y le daré una piztola para que nos peguemo un tiro! ¡Y zi viene el papá, ze lo pego al papá, canazto! ¡Y zi viene el hermano, ze lo pego al hermanito! ¡Y zi viene el abuelito, al abuelito! ¿EztamoLos chicos quedaban petrificados de terror.

«Vamos, abuelito, que ya me canso, que se me acaba la paciencia, que las simplezas me cargan, que no estoy de humor de mimos...». Y con la loca impaciencia, airada, insensible para todo lo que no fuera su deseo y propósito, avanzó las manos contra el viejo, le atenazó los brazos, le sacudió un momento... ¡Ay!, ¡ay! Relimpio sintió que sus brazos se volvían de algodón.

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo: Te falta una cosa, Rodolfo.... ¿Qué cosa, tía? ¡Dar gracias, Rorró!... Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

Mi pobre abuelo se cayó desfallecido de hambre, en el barranco de ese puente, y voy al pueblo a pedir auxilio a la guardia civil o a la primera persona caritativa que encuentre. ¿Pero no podemos nosotros socorrerle? contestó Juanito. Mira, la primera casa del pueblo es la mía y allí yo te aseguro que no le faltará nada a tu abuelito.

Mi madre le decía: «¡Ah!, mejor te valdría haber aprendido un oficio que no vivir colgado a los faldones de los ministros, hoy me caigo, hoy me levanto...». ¡Pero quia!; él sabía de oficina más que la Gaceta, y cuando hablaba de las rentas, del presupuesto y de esas cosas de gobernar, todos los que le oían estaban asombrados. Su padre, mi abuelito, había sido también de oficina.

¿Por qué me palpas, abuelo? ¡Si no tengo nada en la cabeza!... No me he caído. ¡Oh, !... ¡Aquí está! ¡aquí está! exclamó con expresión concentrada de rabia y de dolor el ingenioso Sánchez. ¡No, no! ¡No hay nada! De veras no tengo nada, abuelito.

D. Pantaleón le introdujo a la fuerza algunas galletas en la boca y le hizo beber unos tragos de leche. ¿Por qué me has atado, abuelito? articuló al fin el niño. Yo no hice nada. Llévame con mamá. D. Pantaleón le miró fijamente. Por sus ojos pasó un relámpago de razón. Le trajo hacia , abrazole tiernamente y le besó con efusión repetidas veces. El niño, animado, repitió: Llévame con mamá.

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