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Actualizado: 17 de junio de 2025
Su hablar dulzón, su aire humilde, su afabilidad exquisita, le abrían todas las puertas y le ganaban todas las voluntades. De lo que se decía de él, burlábase desdeñoso: don Raimundo trabajaba en la sombra y sus secretos guardábanlos sus cómplices y sus víctimas, empeñados todos en callar, por conveniencia o por vergüenza.
Eran capas crujientes que parecían aprisionarla por debajo; invisibles telarañas que se agarraban a la quilla y se abrían trabajosamente después de muchos golpes de remo. Continuaba el lago obscuro y sin límites; pero la corriente era menos ruda, más dulces las ondulaciones, y los dos tripulantes sentían la sensación del que navega en aguas muertas.
Sus mejillas se teñían de púrpura a cada pulsación de su palpitante corazoncillo; sus pequeños y apasionados labios se abrían ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente.
Las paredes estaban rasgadas por ventanales de blancos vidrios y en los dos frontis se abrían dos grandes rosetones, también blancos, por uno de los cuales penetraba el sol, moviéndose en su faja de luz las inquietas e irisadas moléculas de polvo.
Era la señorita de Sardonne de bastante estatura, pero lo que sobre todo la hacía admirar era su magnífico aire: una reina. Ojos de obscuro purísimo azul, tez ligeramente morena, y al sonreír dos hoyuelos se abrían en sus mejillas. ¡Detalle por cierto encantador!
En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrépita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponía infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. El se creía superior, ¿á qué negarlo?
Los otros abrían tamaña boca. Debía ser cierto, cuando Quilito lo decía. ¿Y si soltaba el trapo a disertar sobre finanzas? tenía tales trazas de catedrático, que nadie chistaba. ¿Qué noticias traes? le preguntó Jacinto. ¡Psh! hizo Quilito, lo de siempre, que esto se lo lleva el diablo. Echóse el sombrero a la nuca, y saludó con un gesto familiar a míster Robert.
Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno. ¡Juan, Juaan, Juaaaan! La víctima acudía bajando la cabeza. ¿Has llevado el oficio a don Lorenzo? Sí, señor.
Y no obstante, después que el insignificante acto se hubo consumado y que una vida, con todos sus derechos y deberes, hubo salido de aquella cosa diforme que colgaba entre la tierra y el cielo, los pájaros piaban aún alegremente, las flores se abrían y el astro del día resplandecía tan majestuoso como siempre. Tal vez el pregón de Red-Dog tenía razón.
Entonces los hombres vivían en las cuevas de la montaña, donde las fieras no podían subir, o se abrían un agujero en la tierra, y le tapaban la entrada con una puerta de ramas de árbol; o hacían con ramas un techo donde la roca estaba como abierta en dos; o clavaban en el suelo tres palos en pico, y los forraban con las pieles de los animales que cazaban: grandes eran entonces los animales, grandes como montes.
Palabra del Dia
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