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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Los ojos pequeños, la nariz agarbanzada y la desabrida sonrisa del capellán apenas se abrían paso por tan enmarañado bosque de pelos. La boina blanca caída de un lado parecía impedir con su peso que el cabello, no menos áspero que la barba, tomase la dirección del techo, como un escobillón que se cree ciprés.
El baile estaba en su apogeo, cuando sentí en torno un murmullo. Dos mujeres del gran mundo entraban en el salón y las parejas se abrían para darles paso. Don Benito acompañaba a una de ellas, y la otra, contra la más estricta regla de nuestros salones, caminaba sola al lado. Don Benito vino derecho adonde yo conversaba con un grupo de amigos.
Sí; eran bocas de flor que se abrían para decir a Feli que era muy bonita. Y yo continuaba con gravedad me adhiero a la sabia opinión de este mitin florido. La brisa de la tarde estremecía los árboles, y una nevada de pétalos caía sobre Feli, enredándose en su peinado.
El palacio del rico y el cuarto numerado del pobre abrían con igual amor sus puertas a aquel enemigo del escándalo, a aquel trabajador incansable de la viña del Señor, a aquel guerrero de la moral cristiana, a aquel perseguidor de las malas costumbres.
Una gran ventana, que daba a un jardincillo interior, estaba abierta por el calor, y si bien sus hierros eran como la trama de un tejido de rosas-enredaderas y jazmines, todavía por entre la verdura y las flores se abrían camino los claros rayos de la luna, penetraban en la estancia y querían luchar con la luz de la lámpara y de la palmatoria.
Las madres jóvenes se arrellanaban en sus asientos y abrían el ángulo de las abultadas piernas, como para ofrecer mayor espacio al guerrero escondrijo. Unas a otras se miraban las mujeres con belicosa resolución. «¡Que viniesen aquellas malas almas!... Se dejarían hacer pedazos antes que moverse de su sitio.» Febrer vio brillar algo en un camino que conducía a la iglesia.
Para conservar la baja temperatura de dichos almacenes, sólo los abrían muy de tarde en tarde, y él había aprovechado la oportunidad de la extracción de comestibles destinados a la fiesta del día siguiente, bajando a visitarlos con sus amigos de la comisaría.
Quien ve aquella cara, ¿cómo ha de sospechar lo que hay dentro? Quien ve aquellos ojos divinos, donde tienen su madriguera los ángeles, ¡cómo ha de pensar que estos ángeles son una cuadrilla de secuestradores!... Yo estaba ciego, yo estaba tonto. Cuando me mandó la primera carta con su padrino, pidiéndome socorros, me pareció que se me abrían las puertas del cielo.
La tía no había querido decir nada al padre, de lo ocurrido en los primeros días del mes, hallándose ella sufriendo del segundo ataque de reumatismo de la temporada, que la postró una semana entera: sucedió, pues, que entre dos y tres de la madrugada, ella en su lecho y con la lamparilla encendida, sin dormir, a causa de sus dolores, sintió que abrían la puerta de calle, cruzaban el patio y llamaban a los cristales de su cuarto.
Chillaban las mujeres; sobre sus chillidos se destacaba un grito mortal; luego venía un silencio profundo. Y la gente se apartaba, dejando sitio á un hombre con ojos de loco y la diestra roja de sangre. ¡Abran cancha, hermanos, que me he desgraciao!... Todos le abrían paso; nadie pretendía detenerle, ni aún el comisario, que procuraba estar lejos.
Palabra del Dia
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