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El capitán Bretignières no podía estarse quieto un momento; daba agitados paseos por la casa y el jardín; por todas partes no se oía más que el paso ruidoso de su pierna de madera. El señor Stevens abandonó sus asuntos, su tribunal y sus costumbres. La señora de Vitré se convirtió en enfermera a las órdenes de la condesa.

Mientras el doctor pasaba el rato inocentemente, el conde Dandolo, el capitán Bretignières y los Vitré, comían juntos en casa del señor de Villanera. Germana tenía buen apetito; pero en cambio el pobre Gastón no comía más que con los ojos. A los postres se entabló una conversación muy interesante.

El beso de despedida que daba por las noches a la señora de Vitré quemaba la frente de su madre. Cuando rezaba, de rodillas, con la cabeza apoyada contra la cama, veía pasar entre sus ojos y sus párpados imágenes extrañas. No dormía toda la noche de un tirón, como antes; su sueño era entrecortado. Se levantaba antes del amanecer y corría por el campo con una impaciencia febril.

Sus huéspedes acababan de despedirse de ella; la condesa y su hijo habían ido a acompañar a la señora de Vitré; el doctor se marchó a la ciudad con los Dandolo y Delviniotis. La casa estaba en poder de los criados, que dormían la siesta, según costumbre, donde el sueño los había sorprendido.

Usted no se parece al señor Le Bris, ni a Gastón de Vitré, ni a Spiro Dandolo ni a ninguno de esos que tienen éxito con las mujeres; y no obstante, fue al verle a usted la primera vez cuando comprendí que el hombre era la más bella criatura de Dios. ¿Me ama usted, pues, un poco, Germana? Hace ya mucho tiempo. Desde el día que entró usted en el palacio Sanglié.

La señora de Villanera servía, sin saberlo, este secreto deseo de Germana, reteniendo a su lado a la señora de Vitré, con la que cada día se sentía más identificada. Don Diego no había llegado aún a ese punto en que un amante soporta impacientemente la compañía de los extraños; su cariño por Germana era aún desinteresado.

Pero cada uno de los circunstantes estaba demasiado preocupado por el peligro de Germana para observar la fisonomía del vecino. Unicamente la señora de Vitré dirigía de cuando en cuando una mirada de ansiedad a su hijo, e inmediatamente corría a la cama de Germana, como si un instinto secreto le dijese que de ella dependía la salvación de Gastón.

Don Diego y Gastón de Vitré se asemejaban en su dolor. Se hubiera dicho que eran dos hermanos de la moribunda. El uno y el otro vivían apartados de los demás y se pasaban el día sentados bajo un árbol o sobre la arena, sumidos en un estupor mudo y sin lágrimas. Si el conde hubiese tenido lugar de ser celoso, lo habría estado de la desesperación del joven.

El joven Dandolo, uno de los hombres más brillantes de las siete islas, la asediaba con sus cuidados, la deslumbraba con su talento y le imponía su amistad soberbia con la autoridad del que siempre ha triunfado. Gastón de Vitré paseaba alrededor de ella una solicitud inquieta. El hermoso joven se sentía nacer a una nueva vida.

Los Dandolo y los Vitré, el doctor Delviniotis, el juez y el capitán pasaban algunas veces días enteros alrededor de la hermosa enferma. Ella los retenía con alegría, sin darse cuenta del motivo secreto que la hacía obrar así. Es que ya comenzaba a evitar las ocasiones de encontrarse sola con su marido.