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Sus balcones aun estaban cerrados, y respetaron su sueño. Mateo Mantoux, que había redoblado su celo desde que el doctor le mantuviera en su plaza, lavaba activamente su ropa al borde de un arroyuelo que corría hacia el mar. El criado del señor Stevens acudió apresuradamente a llamar a su señor. En la vecindad se había cometido un crimen; todo el cantón estaba emocionado.

Es para atraer a otra persona. ¿Qué dice usted, querido conde? Tiene razón dijo la viuda. El conde no respondió. Estaba más emocionado de lo que quería aparentar. Germana le tendió la mano y le dijo: Vaya usted con el señor Stevens, amigo mío, y confírmese en que el doctor habrá dicho la verdad. ¡Diablo! dijo el señor Le Bris , yo también voy; aunque no me ha invitado nadie, seré de la partida.

El señor de Bretignières tuteaba al pequeño marqués, le llamaba mi general y le hacía saltar sobre su única rodilla. Besaba galantemente las manos de la enferma y la servía con la devoción de un viejo paje o de un trovador retirado. Tenía un admirador de otra escuela en la persona del señor Stevens, juez de instrucción del tribunal real de Corfú.

Mantoux sirvió a la mesa y aun cuando se esforzó en oír la conversación, el nombre de la señora Chermidy no fue pronunciado. Se comió en familia, con un solo invitado, el señor Stevens. La señora de Villanera le preguntó si la ley inglesa permitía a los magistrados expulsar a los vagabundos sin otra forma de proceso.

La condesa era bastante menos tolerante. La reivindicación del niño y la amenaza de un proceso escandaloso, la habían exasperado. No se conformaba con menos que entregar a la viuda a los magistrados de las siete islas y hacerla expulsar vergonzosamente como una aventurera. El señor Stevens dijo es amigo nuestro y no nos negará este pequeño servicio.

Era acogido amistosamente, se tenía placer al verle y a él no se le ocultaba. El señor Stevens, hombre de peso y de gravedad, marcaba el paso detrás del sillón de Germana como un regimiento de infantería; tenía para ella esas atenciones reflexivas y serenas que constituyen la fuerza de los hombres de cincuenta años.

El doctor examinó la herida de la señora Chermidy y reconoció que el puñal había atravesado el corazón de parte a parte; la muerte debió de ser instantánea; era, pues, imposible, que la víctima hubiese podido llegar hasta la cama. El señor Stevens, comiendo la noche anterior con el duque, había podido observar el estado de sus facultades mentales.

El señor Stevens, al despedirse de sus amigos, pidió algunos detalles al mensajero. No nada respondió éste . Dicen que han encontrado a una francesa muerta en su cama. ¿Cerca de aquí? interrumpió el doctor. A un cuarto de legua. ¿No dicen si es una recién llegada? Creo que ; pero su criada no habla más que el francés y no han podido comprenderla.

El capitán Bretignières no podía estarse quieto un momento; daba agitados paseos por la casa y el jardín; por todas partes no se oía más que el paso ruidoso de su pierna de madera. El señor Stevens abandonó sus asuntos, su tribunal y sus costumbres. La señora de Vitré se convirtió en enfermera a las órdenes de la condesa.

El señor Stevens respondió que la legislación de su país protegía la libertad individual hasta en sus abusos. Eso está muy bien dijo el doctor sonriendo . ¿Y a las aventureras? Se las trata un poco más severamente. ¿Aun cuando tengan cinco o seis millones de capital? Si conocéis muchas de esa especie, enviadlas todas a Inglaterra.